Alguien me dijo hace unos días que “la historia tiene mala prensa”. No goza de popularidad o de prestigio. Cae pesada. No resulta atractiva. Yo me quedé mirando a ese alguien con la boca abierta de sorpresa; no por lo que decía -dicho sea de paso, su frase no me convenció en absoluto- sino por lo que esas palabras trasuntaban acerca de sus propias ideas sobre la historia.
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Si de algo he quedado convencida al final de este maldito año 2020, es que mucha gente, de todas las edades, está hambrienta de aprender historia, de que se la cuenten, que la muevan y la conmuevan en su curiosidad y en su capacidad de asombro. De todas las edades, reitero; porque durante este 2020 me tocó dar clases a adolescentes de dieciséis, a jóvenes de entre veinte y cuarenta, y a mayores de sesenta y de setenta años. Ninguno de ellos demostró cansancio, indiferencia, aburrimiento o desinterés; más bien fue todo lo contrario. Un grupo de estudiantes de liceo interrumpió a viva voz una de mis clases para preguntarme, con no poca indignación: ¿pero cómo es que nadie nos había hablado nunca de eso? Y sin embargo, durante esa conversación a la que me refería al comienzo, alguien afirmó que la historia tiene mala prensa. Conversábamos sobre el hecho, tan evidente como desgraciado, de que la gente no lee, sobre todo entre las generaciones más jóvenes. Y es cierto. La falta de lectura equivale a una lenta pero segura muerte del espíritu, por escasez de cultura general, de un lado, y por el empacho o saturación de información virtual del otro. ¿No ha notado usted, amable lector o lectora, que alguna vez le han quedado los dedos doloridos de tanto apretar las teclas del celular? ¿No ha notado que cada vez lee menos libros de papel, o sea de carne y hueso? ¿Y qué dejamos entonces para los más jóvenes, que recién se están asomando al universo, a sus problemas y a sus desafíos?
Y sin embargo, yo no creo que la historia tenga mala prensa. Lo que sí creo es que nos alejamos de ella, y del conocimiento en general, por culpa de la virtualidad –que se ha convertido en sinónimo de fugacidad y de deformación del logos-, y por cierta pereza mental en la que es muy fácil y tentador caer; por otra parte, esa virtualidad nos condena en buena medida a la ignorancia, con todos los males que ello acarrea. Días después de esa conversación, encontré en mi biblioteca un libro que casi había olvidado. Se trata de La historia como hazaña de la libertad, de Benedetto Croce; libro difícil y sin embargo necesario, más necesario cuanto más arduo de acometer. Ya su título es muy sugerente: la historia se relaciona con la libertad y también con la hazaña humana.
A mí me enseñaron en el liceo –y tuve muy buenos docentes, empezando por mi propio padre- que la historia es el derrotero del ser humano a través del tiempo y del espacio, o sea lo que hemos hecho, bueno o malo, mejor o peor, con el destino que nos cayó entre las manos. La historia es el abismo al cual van a parar la memoria y el olvido, la vergüenza y la desvergüenza, la crueldad, el martirio, el heroísmo y la indiferencia, el egoísmo y la insensatez, la generosidad y el desinterés, la libertad y el sometimiento. La historia no es, por cierto, este o aquel libro de historia –eso es en todo caso una narración más o menos documentada- sino ese abismo al que me refería, que creemos condenado al olvido y que, sin embargo, nos ataca cuando menos lo esperamos.
Del abismo de la historia suelen saltar monstruos, lo cual me recuerda aquel grabado de Francisco de Goya, con su leyenda: el sueño de la razón produce monstruos. ¿Y qué cosa podrá ser el sueño de la razón? Es algo así como estar dormido, habiendo dejado cerrada la puerta de la razón, y entreabierta la otra puerta, la que conduce a otra dimensión. Eso no es bueno o malo en sí mismo, como se verá, pero da para pensar. Goya fue uno de los artistas más notables y polifacéticos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Puede decirse que nada de lo humano le fue ajeno, de acuerdo a la famosa frase del escritor romano Publio Terencio Africano. Goya fue un hijo de la Ilustración y por lo mismo el asunto de la razón le interesó vivamente, para ensalzarla y para ponerla en duda. En el grabado al que me refiero, que forma parte de la serie Los Caprichos, un hombre yace reclinado con los brazos sobre una mesa, y a su alrededor se levanta una serie de animales inquietantes; murciélagos y búhos, un gato y un lince, todos al acecho. La escena tiene un doble significado. Por un lado es la liberación de un mundo interior, que no puede abrirse paso en el ser humano si este está dominado por la razón, tan cargada de método, tan rectilínea, tan abstracta. Por el otro, es la condena a una serie de sentimientos que, despojados de la razón, pueden ser peligrosos, puesto que llenan a la gente de ignorancia y de miedos.
Más allá de los análisis que pueden realizarse en ambos sentidos (fantasía, arte, libertad creadora por un lado, y por el otro lado desamparo, miedo e ignorancia) ese grabado de Goya me fascinó siempre porque de alguna manera se relaciona con el tema de este artículo: el valor de la historia como muestra del derrotero humano, para asomarse a los dilemas que eternamente enfrentan a la humanidad consigo misma. Por ese solo motivo, bien vale la pena interesarse por la historia, conocerla en algún grado, saber de qué manera los hombres y las mujeres han intentado plasmar sus ideales de libertad y sus esperanzas, su racionalidad y su irracionalidad, su capacidad creadora y su impulso de destrucción a lo largo del tiempo y del espacio. Y por eso yo no considero que la historia tenga mala prensa. A lo sumo podrá caer pesada o ligera, atractiva o insoportable, veraz o falsa, según quién y cómo la cuenta. Y lo más importante: no deberíamos olvidar, ni siquiera por un instante, que a la historia también la hacemos nosotros. Y que, como dice Benedetto Croce, la historia no es un idilio ni una tragedia de horrores, sino un drama en el cual la libertad es el último y supremo objetivo, sin el cual nada tendría sentido.