El Financial Times recuerda que desde 1974 hasta la llegada a la presidencia de Donald Trump el mundo vivió lo que puede denominarse «el orden mundial de Henry Kissinger», sustentado en la alianza económica comercial y militar entre Estados Unidos y China Popular (en sintonía, primero con la URSS, y luego por la Federación Rusa de Vladimir Putin), que aseguró 42 años de una estabilidad que incluso derrotó la Gran Recesión 2007-2010. No impulsó la formidable expansión que determinó la «Edad Dorada del Capitalismo», que rigió entre 1946 y 1973 gracias al predominio de las políticas de John Maynard Keynes, pero constituyó un orden mundial bastante más benigno que la «Guerra Fría» pura y dura que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial.
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Tras el 20 de enero de 2017, fecha de la asunción de Trump, el mundo pronto comprendió, aterrorizado, que el nuevo primer mandatario de la Unión no había hecho una serie de promesas sobre «volver a Estados Unidos a la grandeza de 1945» sólo para ganar las elecciones, sino que (antihistóricamente, porque el mundo es obviamente muy distinto hoy y, para empezar, está globalizado) se proponía llevarlas a la realidad.
Así, mientras el intenso afecto del actual gobierno de la primera democracia mundial fue hacia la Rusia de Putin (por motivos que parecen más que sobrados) y la Corea del Norte de Kim Jong-Un; un torrente de aumentos de aranceles (que naturalmente, fueron replicados de inmediato) llevaron a la realidad el anunciado neoproteccionismo y la anunciada «guerra comercial» con China Popular, lo cual, según la entonces titular del FMI, Christine Lagarde, provocó en principio una caída de 0,5% del PIB global, unos US$ 455.000 millones, sin contar las pérdidas comerciales propiamente dichas.
A esa guerra comercial pronto se añadió (o se expuso a la luz pública) una «guerra tecnológica» de clara impronta militar, con las sanciones impuestas por EEUU contra el gigante chino de telecomunicaciones Huawei, que muchos observadores adjudican al temor por el avance tecnológico de Beijing.
Pero la semana pasada comenzó una nueva fase del conflicto, que evocó la «guerra de divisas» anunciada hace años por Guido Mantega.
El lunes 5 de agosto, tras el anuncio por parte de la Reserva Federal de la primera reducción de tasas de interés de EEUU en 11 años (que debía provocar la apreciación de las divisas del resto del mundo), y el anuncio de un nuevo aumento arancelario del 10% para productos chinos por US$ 300.000 millones a partir del 1º de setiembre, la segunda superpotencia respondió utilizando un nuevo instrumento: el Banco Popular de China (el banco central chino) determinó que el valor del dólar superara el umbral que por años representó el precio de siete yuanes, mediante una devaluación de 1,4%, lo cual obviamente mejorará la competitividad de sus exportaciones al volver más baratos sus bienes y servicios en términos del dólar, la moneda de referencia mundial.
Los agentes económicos interpretaron que había comenzado una nueva fase de la «guerra comercial» y de la «guerra tecnológica», ahora materializada en «guerra de divisas», y las bolsas del mundo occidental registraron la mayor caída en lo que va de 2019.
Los observadores señalaron dos puntos de extrema gravedad: en primer lugar que la probabilidad de una recesión en EEUU (largamente anunciada por medios como The Economist, The Wall Street Journal y el Financial Times) aumentaba en 45%; y segundo, y mucho más grave, recordaron que dentro de las gigantescas reservas chinas (3,9 billones de dólares, las más importantes del mundo) hay nada menos que US$ 1,1 billones en bonos del Tesoro norteamericano, resultado del dichoso período del «orden mundial de Henry Kissinger», en el cual EEUU fue el principal comprador de bienes chinos y China el gran comprador de deuda estadounidense. Si dichos bonos se volcaran al mercado en todo o en parte, y se manejaran sus precios, las consecuencias sobre la economía de EEUU serían totalmente desastrosas.
Al finalizar la jornada del lunes, el Departamento del Tesoro de EEUU acusó oficialmente a China de ser «un país manipulador de divisas», y el secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, afirmó que la Unión «actuará conjuntamente con el FMI para eliminar la ventaja competitiva creada por las últimas acciones» de la potencia asiática. Nada dijo Mnuchin de la rebaja de tasas de EEUU en 0,25% (que operará como aspiradora de capitales), ni del nuevo aumento arancelario del 10% dispuesto una semana atrás.
Donald Trump disparó una serie de tuits entre los que se destacan: «China bajó el precio de su moneda a un mínimo histórico. Eso se llama «manipulación monetaria». ¿Estás escuchando, Reserva Federal? ¡Esta es una violación importante que debilitará en gran medida a China con el tiempo!» y «China ha usado siempre la manipulación de divisas para robar nuestros negocios y empresas, dañar nuestros trabajos y reducir los salarios de nuestros empleados y los precios de nuestros agricultores. ¡Nunca más!».
Desde China, la única expresión oficial fue un comunicado del gobernador del Banco Central, Yi Gang (1958, doctor en Economía por la Universidad de Illinois), en el que señaló que la autoridad monetaria tiene «la experiencia, la confianza y la capacidad de mantener el tipo de cambio del renminbi (nombre oficial de la moneda china) estable y en un nivel de equilibrio razonable», agregando que la potencia no ingresaría «en una devaluación competitiva y que no usará el tipo de cambio del yuan para aumentar su competitividad».
Como se dijo, la Bolsa de Nueva York acusó inmediatamente el golpe (los indicadores Dow Jones, S&P y Nasdaq cayeron en el entorno del 3%, la mayor disminución del año), y lo mismo ocurrió en Londres, Fráncfort, París y Milán, en tanto que subió el precio del petróleo.
Entre los observadores la opinión fue unánime: China le mostró a Trump apenas el principio de lo que puede hacer en caso de que continúe con sus guerras comercial, tecnológica y, vía disminución de tasas, también de divisas.
La guerra del fin del mundo
Sin embargo, pese a la calma con que lo toma Calvo, lo cierto es que vivimos un grave desorden global (que seguramente aterrorice al mencionado geoestratega Kissinger, así como habría aterrorizado a su maestro, el conde de Metternich), con proliferación de líderes autoritarios (alcanza nombrar a Trump y Bolsonaro, ejemplo de la decadencia mundial que afecta a las clases políticas) cuyas medidas, adecuadas a sus torpes ambiciones, desestabilizan la economía globalizada.
Los grandes medios coinciden en señalar que Estados Unidos no cederá mientras Trump gobierne, y que China se prepara para un conflicto multidimensional de largo plazo, sin perjuicio de sus propios proyectos que se extienden por todo el mundo, como la Iniciativa de la Ruta y la Franja.
En Europa son varios los países, encabezados por la Alemania de Ángela Merkel (cuyas exportaciones cayeron 8% por efecto del conflicto entre las superpotencias), que no confían en ninguno de los dos contendientes, y exigen a las nuevas autoridades comunitarias el diseño de una nueva estrategia para «hacer frente a un conflicto que va para largo y que puede resultar devastador para la economía del euro», como solicitó editorialmente El País de Madrid.
Hasta el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, los organismos multilaterales que nacieron de la gran traición de Bretton Woods como síndicos de las grandes potencias y de los grupos privilegiados, anuncian a toda voz los gravísimos riesgos que se corren.
Todos temen, además, que la superpotencia China, gobernada por el ingeniero Xi Jinping, pierda la paciencia mientras administra trabajosamente su reorientación al consumo interno y su aterrizaje suave hacia tasas de crecimiento del orden de 6%, porque dispone del «arma del juicio final» en un eventual conflicto que se agudice demasiado. Todos los agentes económicos (menos Trump, evidentemente) tienen presente que las reservas del Banco Popular de China ascienden a la astronómica suma de 3,9 billones de dólares, de los cuales 1,1 billones corresponden a bonos del Tesoro de los Estados Unidos. Sólo con vender una parte de ellos a precio vil causaría un daño irreparable a toda la institucionalidad de la primera superpotencia política, económica, militar y cultural del mundo.
Pero Donald Trump gobernará por lo menos hasta el 20 de enero de 2021, y el daño que puede cometer es inconmensurable.
Junto con China, su antiguo socio y ahora su rival, son los mayores exportadores e importadores del mundo.
Un mundo que además de este grave desorden innecesario, enfrenta el cambio climático y los problemas que traerá la caída de entre el 40% y el 60% de los puestos de trabajo actuales por efecto de una automatización inevitable.
Un mundo que sufre la citada decadencia y deslegitimación de las clases políticas (con grave peligro para el sistema democrático), y que no asume la búsqueda de proyectos de desarrollo nacionales o regionales que incorporen los nuevos riesgos en curso y aseguren la paz y la gobernabilidad de las naciones.
Un mundo que a los países subdesarrollados (la denominación real que debe darse en lugar de «emergentes») nos es cada vez más ancho y ajeno.