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La brutalidad de los estereotipos

Por Marcia Collazo.

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Acabo de enterarme. Inglaterra prohibió los estereotipos en publicidad. El león británico, que fue y sigue siendo uno de los más fervorosos defensores del arquetipo “europeo civilizador”, ha impulsado por estos días una medida singular.

Un organismo denominado Autoridad de los Estándares para la Publicidad del Reino Unido decidió prohibir todos los anuncios publicitarios que atribuyan rasgos estereotipados a los géneros masculino y femenino. Estamos hablando de las narrativas -eso son en definitiva los anuncios- que asignan roles a los niños y a las niñas en función de los roles que se espera desarrollen por su sexo. Aquello de la valentía para los varones y la ternura solícita para las nenas parece haber quedado en el pasado, o por lo menos así lo pretenden estos organismos encargados de regular la publicidad en el Reino Unido.

La medida es por demás saludable, pero no se queda ahí. También se prohibieron mensajes que relacionen determinadas características físicas con el éxito, ya sea en el terreno amoroso como en el laboral, y los que sugieran -por el medio que sea y por los significados que sean- que las madres deben priorizar su aspecto o la limpieza de su hogar por encima de su salud emocional. Respecto a los hombres, no podrá realizarse publicidad que se burle de ellos por dedicarse a labores que hasta el momento han integrado el estereotipo femenino, tales como el lavado de la ropa, de los platos y de los pisos, el barrido o el cuidado de los niños y ancianos.

Digo que la medida es saludable, además de ser inteligente, y en lo personal no sé si alegrarme o ponerme a llorar. Me explico: está la parte de la alegría e incluso del festejo, porque siento colmada en cierto modo una vieja reivindicación de justicia, y está también la parte dolorosa, cuando pienso en todas esas mujeres, estoicas y sufridas, silenciosas y sacrificadas, a quienes les tocó vivir en un mundo muy injusto, en el que eran marcadas a fuego por los roles emanados de los estereotipos, como si de ganado se tratara. Cuidado con salirse del canon impuesto; cuidado con asomar la cabeza, así sea de refilón, por encima de la olla, la plancha y el cucharón. Cuidado con ambicionar otras posibilidades que no sean las de madre y ama de casa devota.

Recuerdo que hace unos cuantos años, cuando mis hijos eran pequeños y yo estudiaba en la facultad de Derecho, mi estado de agotamiento era tan grande que apenas podía cumplir con todas y cada una de las agobiantes tareas que me implicaba mi realidad de madre de tres niños, y estudiante universitaria. Era tan difícil compaginar esos dos mundos -inimaginables para tantas compañeras de estudios solteras, que vivían todavía con sus padres y que no tenían la menor idea de mis tribulaciones- que más de una vez me levanté, de madrugada, sólo para poder llorar a mis anchas en el baño, mientras todos dormían.

Logré recibirme con buenas notas, en seis años curriculares, y lo viví como un triunfo. Pero no me olvidaré de aquella mañana en que cierta vecina me vio comprando fruta, advirtió mis ojeras y mi cansancio, y me preguntó si estaba enferma. Le respondí que no, que simplemente cuidaba de tres niños, trabajaba ocho horas y  estudiaba una carrera universitaria. Me respondió muy tranquilamente, pero eso sí, con una mirada cargada de reproche por no haberme avivado antes: “Lo que tenés que hacer es dejar de estudiar, muchacha”.

Me sonó tan terrible su frase, tan demoledora, que por poco me caigo al suelo. Sobre todo me pareció tremendamente injusta. Claro que de eso hace más de veinte años. No creo que hoy en día nadie se atreviera a decirle semejante cosa a una joven madre con hijos que lucha por salir adelante. Esa es la prueba de que muchas cosas han cambiado en el mundo; la rueda de la historia sigue girando, implacable, y aunque se multiplican las cosas malas -la guerra, el odio, la discriminación, el abuso y la explotación en todas sus formas- también van apareciendo ciertas cosas buenas, como esta medida inglesa que arremete contra los estereotipos de género y contra todos aquellos que pueden “provocar desigualdad en los aspectos públicos y privados de las personas”, como dice la declaración.

Estamos, por cierto, tan minados por los estereotipos y los cánones que prácticamente nuestra libertad humana se ha reducido a cero. No somos dueños de dar un solo paso sin que caiga sobre nosotros alguna sentencia en tal sentido. ¿A quién se le ocurre vestir a su hijo varón de rosado? Cuidado, porque puede salir homosexual. ¿A quién se le ocurre regalarle a un varón un juego de cocinita, con ollas, sartenes y huevos fritos de cartón, o una muñeca, o una cuna? Y en contrapartida, ¿cómo vamos a regalarle una pelota o un camión de plástico a una niña? ¡Qué barbaridad! Y sin embargo, pocos piensan en las consecuencias ulteriores de esos cánones salvajes. Ni qué decir de las armas. Todavía se les compran a los varones toda suerte de espadas, metralletas e incluso granadas de mano.

El problema y la gravedad de los estereotipos es que, precisamente, tienden a reproducir y a fortalecer ciertas visiones e identidades que anclan a los seres humanos en un destino emparentado con la esclavitud y el calabozo. De ahí no se puede salir. Se anulan brutalmente las individualidades y las diferencias. Se cercenan las particularidades, y todo esto se opone -en muchos sentidos- a los derechos humanos. Como vemos, el problema es serio. Sólo la muerte de los estereotipos puede facilitar el desarrollo de las diversidades humanas, y esto no es posible sin una política que pase por el reconocimiento.

Como señala el filósofo canadiense Charles Taylor, la identidad de la gente se moldea en buena medida por el reconocimiento que recibe de la sociedad, o por la falta de este. “Un individuo o un grupo de personas pueden sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la sociedad que lo rodea le muestra un cuadro limitativo, degradante o despreciable de sí mismo”.

La publicidad, en particular, es una de las grandes culpables de estas deformaciones del reconocimiento, y por eso está muy bien que se la regule. Si respondes al estereotipo, si eres blanca, sonriente, delgada y joven, tendrás éxito. Si por el contrario, eres de piel oscura, con aire preocupado -no sonríes, tal vez porque tienes algunas caries-, con un aspecto dudoso -digamos que eres gorda-, y encima has pasado de los cuarenta, estás liquidada de solemnidad. Nada te mereces y nada puedes exigir. La suerte está echada para ti.

Pensemos en las famosas “operaciones bikini” que publicitan ciertas empresas de estética y de adelgazamiento, a través de fotografías de chicas de fabuloso y estilizado cuerpo, vientre plano y piernas interminables. ¿Qué mensaje subliminal están lanzando? Que si no eres como esa chica, no sirves para nada, y ni se te ocurra pisar una playa en verano.

Todo esto está reñido con la más elemental idea de los derechos humanos, entre otros motivos porque la vida no responde al canon o estereotipo que nos quieren imponer. La vida es compleja. Las identidades -que son, en verdad, multidiversidades- son esenciales como el aire; sin ellas no es posible vivir. A partir de mi identidad conozco lo que de veras resulta necesario e importante para mí.

Mi identidad es lo que yo soy, no lo que otros pretenden que yo sea. Y mi identidad, para ser mía, debe ser aceptada por los otros, o por lo menos razonablemente negociada con los otros, pero jamás negada, y mucho menos de modo violento. Este asunto, al igual que el del reconocimiento, constituye un drama mayor para las personas y para los pueblos.

El espacio público es un campo de fuerza en el que los individuos tienen que luchar para hacer valer su identidad. La mayor parte de esos individuos -o sea, la  mayor parte de todos nosotros- naufraga en el intento. En algún momento se rinde y se entrega de brazos abiertos a los estereotipos, lo cual apareja injusticia, dolor y sufrimiento. De ahí que la medida británica me parezca, al fin de cuentas, sabia, ejemplar y saludable.

 

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