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Mundo

El caso Santrich

La guerra que se recicla en Colombia

A dos años y medio de la firma del acuerdo de paz, la recaptura del excomandante se ha convertido en un pulso político para la consolidación de un proyecto de ultraderecha que ejerce y justifica la violencia en todos los niveles como modo de gobernar.

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Durante 2016, el tema que ocupó las tapas de los medios a nivel global fue la materialización de la firma de un acuerdo de paz que le pondría fin a uno de los conflictos internos más largos de la historia moderna: “Medio siglo duró la guerra en Colombia” era la afirmación que sentenciaba el inminente ocaso de una era de guerra y el inicio de una nueva oportunidad.

En varios países europeos, los refugiados que llegaron en varias olas buscando salvar la vida se plantearon el camino del retorno; años, décadas después de haberse marchado, sintieron que esta podía ser la señal esperada para el regreso e incluso algunas entidades encargadas de apoyar a refugiados de países en guerra dejaron de considerar las solicitudes venidas desde Colombia porque “allá la guerra terminó”.

Dentro de Colombia, los puestos militares de las zonas más azotadas por la guerra desmontaban las trincheras hechas de sacos con arena apilados; los civiles ayudaron en esa tarea mientras se escuchó a los campesinos agradecidos porque el acuerdo firmado los ponía en el foco de la atención, priorizando la anhelada inversión estatal que nunca había llegado y que era fundamental para reconciliarse con la legalidad, iniciando una nueva etapa de producción agropecuaria, lejos de los cultivos de coca y amapola.

Se proyectaba que los excombatientes, de la mano del gobierno, se pondrían manos a la obra para levantar las carreteras que se precisan para que el interior profundo salga de la marginalidad, se desarrollarían proyectos productivos que lograrían que las zonas más azotadas por la guerra asumieran una dinámica local activa y se vincularan a la economía “urbana” con productos agrícolas o manufacturas.

Colombia cambiaría porque todo su presupuesto militar no sería necesario y se podría redirigir a educación, investigación e incluso a su maltrecho modelo sanitario privado; los soldados se podrían dedicar a labores de salvamento, brigadas cívicas, incluso se propuso que los helicópteros Black Hawk y Arpía, que determinaron el curso de la guerra en innumerables ocasiones, se pusieran al servicio de los hospitales y la Cruz Roja para ser destinados a tareas de rescate médico.

Gracias al proceso de paz, cientos, miles de hombres y mujeres salieron de la clandestinidad e hicieron pública su apuesta política; ya la clandestinidad no era necesaria, y aunque sabían que había mucho resentimiento, producto de una larga confrontación, el país entendería y respaldaría la apuesta por la paz y se respetaría el acuerdo. El país sabría que cualquier intención de paz sería siempre mejor que la guerra y la rabia ya pasaría; más pronto que tarde se daría inicio a la consolidación de la paz.

Siempre hubo desconfianzas entre las partes en la negociación -era normal-; pasar de ser enemigos en el terreno a sacar adelante un acuerdo conjunto, lo que los hacía del mismo equipo para esa tarea, no era fácil. Finalmente se logró; pero difícilmente alguien podía predecir la dimensión de las dificultades que enfrenta el acuerdo de paz en Colombia hoy.

El 2 de octubre de 2016 pasó su primera gran prueba cuando, en las urnas, con una bajísima votación y por un estrecho margen, el plebiscito que debía refrendar el acuerdo no fue aprobado. Contra todo pronóstico, en unas elecciones completamente innecesarias, ganó el “no”; no se ratificó el acuerdo.

Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, tenía la facultad de firmar el acuerdo logrado en La Habana, tal como se había hecho antes con otros grupos armados; sin embargo, y con el fin seguramente de darles la estocada final a los contradictores de los diálogos, decidió someter el acuerdo a votación, con una sola pregunta que aprobaba o rechazaba la totalidad del acuerdo, completo, casi seis años de diálogo, en un “sí” o un “no”.

Luego de esa derrota, el acuerdo de paz en Colombia ha tenido que sufrir una serie de ataques que el 7 de agosto de 2018 pasaron de ser las opiniones de un sector político a convertirse en política estatal. Ese día asumió la presidencia Iván Duque, quien logró reunir en el balotaje, contra Gustavo Petro, candidato de los sectores de centro, a toda la constelación de la política tradicional colombiana. Teniendo en cuenta que tradicionalmente en ese país la política es de derecha y de ultraderecha, Duque reunió una brutal maquinaria que le terminó dando la victoria.

A partir de ahí, el gobierno colombiano se ha dedicado a encontrar la manera de desconocer los acuerdos, incluso bajo argumentos tan básicos como que estos habían sido firmados por el gobierno anterior. En la medida que las excusas se fueron quedando sin bases, la táctica cambió y tomó forma de acuerdos parlamentarios para hacer modificaciones a lo sustancial de un acuerdo que en gran parte no se está cumpliendo por parte del Estado colombiano. No se cumple porque la inversión social al campo no ha llegado y los proyectos productivos duermen en el escritorio de algún burócrata regional; sin embargo, la parte que más ha sido atacada tiene que ver con el escenario destinado a juzgar a quienes hayan cometido crímenes en el marco del conflicto; se llama la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).

En este caso hablamos de un escenario jurídico que fue desarrollado con ocasión de la reincorporación a la vida civil del grupo llamado FARC-EP, pero que abarca el universo de actores del conflicto y eso vincula sectores que no estuvieron sentados en una mesa de diálogo con el gobierno.

Estos sectores, fundamentalmente de ultraderecha, se ven afectados por la existencia de la JEP como fue formulada en los acuerdos porque vincula no solo a los combatientes irregulares en ejercicio de armas, sino a militares y civiles que financiaron, ayudaron, encubrieron y coactuaron con los paramilitares y hoy se encuentran aún en altos lugares del poder: industriales, ganaderos, comerciantes, políticos locales y de orden nacional hacen parte de una muy larga lista de personas que tuvieron vínculos con el paramilitarismo y ahora, que volvieron a ser Estado, no tienen la menor intención de confrontar a la justicia o a la opinión pública.

Esto es grave no solamente porque se podría descubrir quiénes estuvieron detrás de las masacres y desplazamientos, sino porque daría por tierra con toda la parafernalia montada para el acuerdo de paz con los paramilitares en el gobierno de Álvaro Uribe entre 2003 y 2005 y que ha servido de cortina a la ultraderecha para afirmar que el paramilitarismo en Colombia ya no existe.

Es decir, este proceso de paz permitió asumir que el marco general del conflicto armado se podía circunscribir o al menos sintetizar en la guerra entre el Estado y las FARC, razón por la que, al implementar el acuerdo, debía ser un poco más sencillo establecer una vinculación que cobijara al universo de actores armados en el país, lo que de alguna manera iba en un buen camino con los avances en los diálogos entre el gobierno y el ELN al momento de la firma del acuerdo con las FARC en 2016.

Pero los ataques parlamentarios no son la única situación que está enfrentando la posibilidad de paz en Colombia luego del inicio mismo de los acuerdos; unos actores armados que inicialmente no fueron fácilmente identificables se han dedicado a asesinar a líderes de procesos sociales en todo el país y los momentos más críticos han sido cuando ganó el “no” en el plebiscito, luego de que Duque ganó en el balotaje y durante las festividades de fin de año en 2017 y 2018.

Desde el 1º de enero de 2016 a este momento, la cifra de líderes asesinados llega a casi 700 y los excombatientes que han caído producto de actos de sicariato desde la firma del acuerdo en noviembre de ese mismo año pasan de 130, incluyendo el aberrante caso de Dimar Torres, quien en abril fue violado, castrado y asesinado por miembros del ejército y que, de no ser por la intervención de la comunidad, hubiese sido un desaparecido más, pues cuando sus vecinos ingresaron al campamento, encontraron el cadáver y muy cerca el hoyo donde iba a ser enterrado.

En este marco se da el caso de Jesús Santrich. Su nombre de pila es Seuxis Pausias Hernández y comandó el Bloque Caribe de las FARC; es uno de los miembros más reconocibles de la antigua dirección de la guerrilla porque en los diálogos siempre se le vio con un hatta palestino y andando con bastón para invidentes debido a una enfermedad degenerativa que padece hace varios años.

Desde el inicio, fue uno de los más vehementes con la necesidad de garantizar el cumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno. Fue nombrado como uno de los diez parlamentarios que tiene el ahora partido FARC; sin embargo, no se pudo posesionar, debido a que en abril de 2018 fue detenido por orden de la Embajada de Estados Unidos bajo la acusación de conspirar para traficar 10 toneladas de coca.

La Fiscalía lo capturó, lo que produjo un verdadero revuelo debido a que fue apresado únicamente con la solicitud hecha por la DEA, lo que no permitió establecer desde el inicio si verdaderamente el delito del que se le imputaba habría sido cometido con posterioridad a la firma del acuerdo o no.

Las evidencias que se filtraron a los medios mostraban a Santrich reunido con varias personas, y en unos audios que no era claro si correspondían a los mismos videos, se hablaba de una posible sociedad en un negocio. No obstante, no es concluyente que se tratara de droga. Las pruebas son aportadas por agentes de la DEA infiltrados, pero que no aportaron elementos suficientes para que la JEP determinara si es o no susceptible de ser puesto a disposición de la justicia ordinaria y finalmente extraditado.

Ante esta situación y debido a que se trata de un caso especial -porque, en primera instancia, es un senador y segundo, está cubierto por la JEP debido a que se trata de una persona en proceso de reincorporación-, Estados Unidos debía aportar pruebas concluyentes, principalmente de la fecha en que se señala la comisión del delito. Al no haber sido entregadas dichas pruebas, la JEP determinó que se lo pusiera en libertad luego de un año de estar detenido.

Esta situación se convirtió en un caballo de batalla de la administración de Iván Duque en las últimas semanas, pues más allá del valor individual de un excombatiente que ya está rayando en la tercera edad y es casi invidente, está la soberbia de maniobrar contra la posibilidad de que la JEP muestre autonomía y solvencia jurídica.

En el momento que la JEP determina la libertad de Santrich, el fiscal general Néstor Humberto Martínez presentó su renuncia por “motivos éticos”, pues no sería él quien firmaría la boleta de salida del exguerrillero. Hubo quienes le creyeron; pese a ello, los trascendidos mostraron que la verdadera razón de su renuncia es que la Corte Suprema lo llamó a declarar por su vinculación con grandes casos de corrupción, incluido el célebre capítulo Odebrecht, empresa de la que Martínez fue asesor jurídico.

Pero a última hora, en una muestra clara de falta de separación de poderes, la Fiscalía termina recapturando a Santrich luego de haberle administrado un sedante que le produjo una reacción que lo tuvo en el CTI de la clínica Méderi en hechos que son objeto de investigación, pero que claramente pusieron en riesgo la vida del detenido. Las pruebas que durante un año fueron solicitadas finalmente aparecieron horas antes de la liberación del prisionero, según la Fiscalía; sin embargo, dichas pruebas tampoco son concluyentes para determinar la fecha de la comisión del delito e incluso la comisión de un delito en sí. Es decir, todo está en el mismo punto que hace un año, salvo que en este caso el gobierno colombiano terminó desconociendo la competencia de la JEP con el fin de extraditar a Santrich. Esto es un fuerte golpe a la confianza en la seguridad jurídica que tienen los excombatientes al presentarse ante la justicia, pues las garantías ofrecidas en el acuerdo pueden ser vulneradas a voluntad por el gobierno.

Lo que hay de fondo en Colombia es que, contrario a lo que cualquiera puede pensar, la paz no es la mejor opción para todos; un importante sector del poder, el mismo que tiene hoy en Estados Unidos a su principal aliado en la tarea del “restablecimiento democrático en Venezuela”, está empeñado en continuar acumulando riqueza con base en la guerra, acumulan capital y bienes por medio de imponer un modelo económico depredador de relaciones laborales y de recursos naturales y suman poder político a partir del miedo.

El 17 de mayo fue publicado un artículo en The New York Times en el que el jefe del buró de ese periódico para América Latina, Nicholas Casey, revela afirmaciones hechas por varios oficiales del ejército colombiano que implican al comandante en jefe del esa fuerza, general Nicacio Martínez, en la exigencia a los mandos de tropas en terreno de duplicar el número de bajas en combate. Esta situación recordó inmediatamente a la población colombiana el origen del fenómeno llamado “falsos positivos”, por el cual cerca de 10.000 civiles fueron asesinados y presentados como bajas guerrilleras para cumplir con los estándares impuestos desde el gobierno de Álvaro Uribe.

El artículo salió en un periódico estadounidense porque ningún medio en Colombia lo quiso publicar y la respuesta inmediata del gobierno y sus allegados fue acusar a Casey de haber sido pagado por la guerrilla para publicar la nota, lo que lo obligó a abandonar el país de forma inmediata, primero a Casey y luego al fotógrafo Federico Ríos, también de The New York Times. Pero lo más curioso es que el gobierno ha determinado de inmediato una exhaustiva investigación para dar con los responsables, no de la falta denunciada, sino de la denuncia.

Ese esquema de violenta consolidación del poder que se aplica en Colombia bajo la mirada cómplice de la comunidad internacional no es único; en muchos otros lugares el discurso vira hacia la xenofobia, la homofobia o la aporofobia; pero en general es un modelo que vende el miedo como modo de vida para poder ejercer la violencia como solución; la violencia “siempre en el marco de la legitimidad” o de la “constitucionalidad”, pero que en el fondo funciona como mecanismo de control social en función del poder.

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