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La punta de mi seno

Por Marcia Collazo.

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El pasado mes de agosto murió, en su provincia de Matanzas, la poeta cubana Carilda Oliver Labra. Nació en 1922 o en 1924 (la confusión, parece, fue promovida por ella misma) y según se ha dicho, enamoró y escandalizó a su país en la misma medida.

A lo largo de sus noventa y tantos años de vida, esta mujer, cuya hermosura no pudieron doblegar los años, se recibió de doctora en Derecho, fue profesora de pintura, dibujo y escultura, se dedicó a la promoción de las artes y de la cultura a través de numerosas actividades, y ganó el Premio Nacional de Literatura en 1998.

En un país intenso, de una vitalidad candente, de sexualidad pródiga y luminosa, pero imbuido también de un machismo a toda prueba, Carilda debió haber escandalizado, en efecto, a muchos y a muchas. Encima fue una confesa practicante de los ejercicios amatorios. Se casó con un hombre 50 años menor que ella y esa unión se mantuvo hasta su muerte. Parece que sus amantes fueron tantos como para hacerle perder la cuenta. Rubia y de ojos azules, la blancura de su piel habría constituido un ingrediente más de los ensueños eróticos que plasmó en sus versos y que supo despertar en otros seres.

Carilda forma parte de un vasto elenco de poetas mujeres que hicieron del erotismo el tema principal de su obra. Uno de sus poemas, en especial, se convirtió en emblema de la poesía erótica en Cuba. Me refiero a ‘Me desordeno, amor’, publicado en 1958, en el que expresa:

“Me desordeno, amor, me desordeno,

cuando voy en tu boca, demorada

y casi sin por qué, casi por nada

te toco con la punta demi seno”.

En ‘Anoche’, relata un encuentro apasionado, casi bélico:

Anoche me acosté con un hombre y su sombra.
Las constelaciones nada saben del caso.
Sus besos eran balas que yo enseñé a volar.
Hubo un paro cardíaco.
Anoche tuve un náufrago en la cama.
Me profanó el maldito.
Envuelto en dios y en sábana
nunca pidió permiso.
Todavía su rayo láser me traspasa
”.

Como muy bien señala Virgilio López Lemus, en el periódico La Jiribilla -famoso periódico virtual cubano-, “es el amor feliz, el de la realización sin frustraciones, el que alcanza sus mejores logros líricos. La carnalidad, el amor material inmediato, posee un espacio privilegiado, en contraposición con el intimismo amoroso que también echa raíces en Cuba”.

Carilda representa ese exabrupto tan difícil de identificar que se experimenta cuando uno, tan contenido y tan “uruguayensis”, pisa la tierra del ardiente sol. Se siente entonces que de algún modo la sangre se le licúa en las venas, corre con otro ritmo, más libre y más temible. El sol es tan esplendoroso que lastima los sentidos, y el cubano y la cubana están tan bien plantados en ese mundo que, visto a contraluz del mar y del sudor, causan cierto vértigo. Todo eso que se intuye y se sueña está en la poesía de Carilda Oliver Labra.

Pienso ahora, desde mi invierno austral, en nuestro río como mar, en las estatuas de frío mármol y en Delmira Agustini. Pienso en ella y en su destino, en ella y en su obra, tan poderosa como el panteón del Olimpo, ese que ningún mortal vio jamás, pero que seguro ha de existir. Pienso en Delmira y en su trágica muerte, a manos del conservadurismo, del prejuicio, de la incomprensión y del odio. Pienso en ella y en sus versos, lacerantes como una espada que irrumpiera en la calma de la noche, colándose a través de una ventana entornada, para hurgar en los últimos pliegues de la intimidad soterrada.

Ojalá que Delmira hubiera podido vivir, así fuera un instante, la dimensión vital en la que se movió Carilda, quien pudo proclamar sus amoríos con un guiño de sus ojos chispeantes. Ojalá le hubiera sido dada la milésima parte de su desenfadada libertad. Se sabe muy bien que Delmira deseó esa libertad. En carta a Giot de Badet, dice: “Si estuviera en Europa, tendría derecho a sentarme sola en la terraza de un café, sin que la mitad de la ciudad gritara escandalizada”. Si estuviera en Matanzas, en la calle Tirry 81, al lado de una rubia poeta con expresión de bruja, también habría tenido ese derecho, o por lo menos se lo habría tomado con la concluyente actitud de quien derriba una injusticia.

Me entero por estos días, con renovado horror, de que se ha cometido otro femicidio en Uruguay, esta vez en Nueva Helvecia. No puedo desprenderme todavía de la impresión que me dejara el triple crimen de Quebracho, donde los buenos vecinos siguen justificando al homicida y poco falta para que le levanten una estatua en la plaza. La violencia contra la mujer proviene de la idea básica de que no puede y no debe comportarse de otro modo que el mandado, el ordenado, el trazado por la mentalidad dominante. Si se sale un milímetro de ese canon, cualquier desborde contra ella estará justificado. Entre las posibles desobediencias a la conducta debida, está la de incursionar en cualquier suerte de fantasía sexual, amorosa o erótica.

A Delmira, por haberlo hecho, le pegaron un tiro en la cabeza. A Carilda le tocó otro destino, y lo asumió con la convicción de quien se entrega al arte sin tregua ni límites. Al igual que Delmira, supo transformar y elevar la llama del erotismo más allá de toda vulgaridad.

La dramática soledad que padeció nuestra poeta, aun cuando llegó a casarse -recordemos que no duró sino unas pocas semanas en el hogar conyugal que mal formara con Enrique Job Reyes-, no la conoció jamás Carilda. La cubana más bien se lamenta cuando se le ha perdido un hombre, y se apresura a encontrarlo, a identificarse con su ser, a conformar de ese modo el complemento indispensable de sí misma. A Delmira, en cambio, sólo le es dado soñar, versificar entre penumbras, emparentar su soledad con el ensueño y la fantasía febril, sostener en sus manos la cabeza de Dios, como en supremo éxtasis. Delmira es un prodigio de palabra, de representación, de deseo y de inmortalidad. Pero fatalmente permanece en ella ese dolor último de la no realización. Carilda es, en ese sentido, el estallido provocador de la luz.

Por eso tengo un triple sentimiento: la pena por no haberla leído antes con mayor detenimiento, la pena por no haber ido a visitarla a Matanzas -y pensar que ahí estuve durante todo un día de primavera cubana- y el agradecimiento por haberse atrevido a ser ella. A mostrarse, a nombrarse. A vivir.

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