Hace unas semanas, la bancada de diputados del sector Ciudadanos del Partido Colorado (PC) remitió un proyecto de ley al Parlamento, por el cual se propone crear un Consejo de Laicidad, cuya función sería velar por el cumplimiento de dicho principio en las instituciones educativas públicas. El organismo tendría competencia para elaborar dictámenes, evaluaciones y recomendaciones; realizar y recibir denuncias vinculadas a posibles violaciones de este precepto; proponer “medios correctivos” e incluso disponer suspensiones con carácter cautelar de todos los actos en los que exista (siempre a juicio del referido Consejo) una afectación a estos principios, hasta que la autoridad competente adopte una decisión.
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El proyecto de ley nos resulta preocupante en varios sentidos, no solamente en sus confusos y resbalosos aspectos jurídicos sino además en sus implicaciones relativas a los derechos humanos y a la democracia, aspectos éstos que, según sospechamos (al menos eso es lo que grita el sentido común, a falta de otros sesudos análisis legales) jamás deberían quedar en manos de ningún órgano interpretativo en particular. En primer lugar el proyecto de ley pretende otorgar potestades a un órgano en el sentido de interpretar un principio constitucional (el de laicidad, que existe a texto expreso en el artículo 5 de nuestra Carta Magna), y también una ley (la 18.437, artículo 17), y es ahí donde aparecen las primeras oscuridades y alarmas.
En efecto, con la lógica de los pergeñadores del proyecto, deberíamos crear varios órganos interpretativos más, tantos como normas o ramas del derecho o temas jurídicos existan, lo cual es un absurdo tan evidente que no amerita mayor abundamiento. Pero como si todo esto fuera poco, el proyecto vendría a erigir a dicho Consejo de laicidad en un verdadero tribunal omnisciente que operaría como aquel ojo panóptico de Michel Foucault, desplegando sus redes de vigilancia y de espionaje por todos los rincones de la educación nacional, incitando al temor, a la sospecha, a la persecución y a la delación, al mejor estilo de los modelos totalitarios del más puro corte fascista. En definitiva, actuaría como rasero o medida de nuestros derechos (los de docentes y los de educandos) en materia de la divulgación del pensamiento en el seno de las aulas. Ahora bien, ¿a qué derechos en concreto nos referimos? El artículo 72 de la Constitución expresa lo siguiente: “La enumeración de derechos, deberes y garantías hecha por la Constitución, no excluye los otros que son inherentes a la personalidad humana o se derivan de la forma republicana de gobierno”. Nos referimos, pues, a todos los derechos, deberes y garantías ya instituidos en nuestra normativa, y también a cualquier otro derivado de las dimensiones señaladas (personalidad humana y sistema republicano) que puedan relacionarse directa o indirectamente con la divulgación del pensamiento, pero por encima de todo con el imprescindible debate público que debería imperar en una sociedad que se precie de democrática, o sea en aquella en la que existan y se permita que existan razonables diferencias y desacuerdos, incluso en la manera de concebir la laicidad.
Volviendo al artículo 72 de la Constitución ¿Qué relación podría tener el mismo con el principio de laicidad? La respuesta, aunque excede largamente el espacio de este artículo, se vincula sin duda con las diversas comprensiones históricas que, como sociedad y como sujetos, vamos realizando a lo largo del tiempo, sobre nosotros mismos y sobre nuestra realidad (salvo, como he dicho, que vivamos en una dictadura). Como expresa el jurista uruguayo Alberto Ramón Real, “El artículo 72 entraña sin duda la admisión de una concepción iusnaturalista […], pero toda apelación a la «naturaleza de las cosas» debe tener presente que esa naturaleza […] opera siempre por el trámite de una representación que se hace de ella la conciencia social históricamente determinada, y, por ello, a través de una visión y una valoración históricamente condicionada”. Si intentamos unir las consideraciones anteriores con el problema del proyecto parlamentario, es posible vislumbrar la ilegitimidad que tendría dicho Consejo, en caso de ser creado, pero también su peligrosidad para un sistema democrático, puesto que la laicidad como tal no es un concepto fijo o estático, congelado en determinada visión o enfoque, sino un concepto en permanente construcción. Tiene tantos significados como circunstancias históricas enfrentemos. Tampoco es posible asociar sin más la laicidad a una pretendida neutralidad, la cual es en sí misma una palabra vacía. Neutralidad, en el mejor de los casos, termina siendo nulidad de sentidos, clausura del pensamiento y aniquilamiento de la razón crítica, especialmente en el terreno de la educación, que es a donde apunta el proyecto y a donde también apuntamos nosotros, aunque en muy disímiles sentidos.
Parece ser que la educación es peligrosa para los autores del proyecto. Los educadores son seres maliciosos a los que es preciso mantener estrechamente vigilados. Y sin embargo, la libertad de enseñanza y la laicidad no son opuestos sino complementarios. Terminar con la primera equivale a terminar con el pensamiento mismo. Norberto Bobbio no duda en afirmar que la libertad de pensamiento es el primer eslabón de todas las demás libertades, incluidas las libertades políticas. Una laicidad mordaza es enemiga de la libertad de pensamiento, y la democracia moderna solo es posible si se construye sobre los cimientos de una laicidad estatal coherente con nuestros derechos, deberes y garantías en su más integral acepción. Cuando se imponen las verdades absolutas no hay espacio para la pluralidad, y sin pluralidad no existe la democracia. Por eso este proyecto de ley sobre un Consejo de laicidad es, además de peligroso, contradictorio e impreciso. Bordea francamente el abismo de lo dictatorial, puesto que solo las dictaduras abrazan una sola verdad, un solo enfoque, una sola interpretación. Condenar a la pluralidad es condenar a la democracia. Pluralidad, y no neutralidad es lo que necesitamos, puesto que el valor de la democracia reside, precisamente, en permitir la existencia de ideas, creencias y convicciones de signos diversos, y en mostrarlas, exponerlas y enseñarlas. Eso, y no un panóptico ilegal y vigilante, es un sistema de gobierno fundado en la laicidad.
El respeto a las instituciones democráticas exige que ciertos principios como la laicidad (y la tolerancia) sean incondicionalmente respetados, porque favorecen la convivencia de valores y objetivos plurales. Quienes piensen lo contrario, quienes consideren peligrosa a la educación y a los educadores; quienes sientan temor hacia las libertades y hacia el conocimiento, no deberían dedicarse a elaborar proyectos de ley que pretenden estatuir la vigilancia y la amenaza. Al menos no deberían hacerlo en una democracia, porque ésta se encuentra por encima de aquellos, y su valor debe salvaguardarse, en lugar de menguarse.