Cuando me recibí de abogada, en la Universidad Mayor de la República, estaba tan llena de falsos conceptos y de ingenuidades místico jurídicas que creía, con una buena dosis de ceguera, que el aparato del derecho podía resolverlo todo, o poco menos. El corpus de las normas legales era como una nube gigantesca que planeaba sobre nuestras cabezas, no de manera ominosa como la de los Addams, sino de forma benéfica, para iluminarnos en nuestro derrotero histórico por la mundanal existencia.
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No digo que me haya tornado radicalmente escéptica, pero mi visión de las cosas -a tantos años de aquella unción profesional- ha variado bastante. Para empezar, he descubierto que una cosa es ese corpus normativo y otra bien distinta las interpretaciones que sobre este se realizan. En el medio están las consabidas intenciones humanas, movidas en muchas ocasiones por intereses espurios que incluso van en contra del espíritu de las leyes, y de los derechos y garantías que estas deben proteger.
Existe además un vínculo más o menos directo entre la ley y la política. El liberalismo republicano, como concepto inspirador de la política uruguaya a lo largo del siglo XIX, ha sido el que, en definitiva, recogió y plasmó nuestras principales normas constitucionales. Durante el siglo XX ese liberalismo pulió y modificó la normativa, la adaptó a la realidad nacional, incorporó la coparticipación política al texto constitucional, y se creó así lo que algunos historiadores denominan las “genealogías republicanas” de nuestro Estado.
Liberalismo, republicanismo y sistema normativo han marchado en paralelo a lo largo de nuestra historia, aunque no siempre del brazo, y mucho menos como buenos amigos. Sucede que dentro de esos vagos términos entra todo lo imaginable, como en el zurrón mágico del soldado ruso. Y con la excesiva amplitud conceptual empiezan los problemas, sobre todo frente a intenciones e intereses minoritarios, que van en contra de los legítimos derechos de los habitantes de la nación en su conjunto; y esto sucede porque se ha ensanchado casi hasta la deformidad la idea liberal en materia política, lo cual impacta inevitablemente en la órbita jurídica, aunque sea por la vía de una inadecuada interpretación.
Para muestra basta un botón, como dice el refrán. El primer presidente de nuestra república, Fructuoso Rivera, se sintió tan alarmado y desacomodado frente a la Constitución, recién estrenada, que llegó a exclamar que no estábamos preparados “para seguir con tranquilidad y firmeza un sistema tan liberal, o por mejor decir ultraliberal, como el que establece nuestro Código Político. En él se encuentran todos los elementos de disturbio, del que los hombres no hacen más que aprovechar”. Rivera llegó a proferir, en fin, que si la Constitución le daba mucho trabajo, no tendría inconveniente en “quemar ese librito”. Hoy en día nadie se atreve a hablar con tanta sinceridad y franqueza, pero en cambio se editan golpes de Estado que, por la vía de los hechos, aplastan todas y cada una de las normas constitucionales. Y aun cuando no se llegue a tales extremos, existen otros medios para provocar una verdadera revulsión en la estructura jurídica republicana. Esos medios no son otros que los propios instrumentos que dicha estructura provee, aunque -reconozcamos- se necesita cierta audacia interpretativa, y por qué no moral, para acometer la tarea.
La versión (y la visión) neoliberal del mundo, instalada hoy por hoy en nuestro país, decidió hacer limpieza profunda. Aunque el tema da para mucho más, me centraré en este punto preciso: el de la limpieza a fondo, lo cual incluye no solamente cambiar de lugar las cosas, sino ante todo desechar montañas de normativa, decenas y decenas de leyes, decretos de las Juntas Departamentales, resoluciones de toda naturaleza, circulares, acordadas, reglamentos y actos administrativos particulares.
La barrida neoliberal interpretó y continúa interpretando todas y cada una de las disposiciones de nuestro sistema legal como mejor le parece, siempre a contrapelo de la protección de los derechos, en especial si se trata de los sectores más vulnerables de la sociedad, y en el marco de esa versión-visión, acomete con el mayor brío una mutación radical de todo lo que puede ser transformado, suprimido, recortado, derogado y vuelto de cabeza (a estas alturas ya se habrán percatado de que me refiero a la famosa LUC, aunque no solo a ella).
En efecto, la LUC es uno de esos fenómenos que algún día darán que hablar a los investigadores en materia jurídica, de todas las especialidades. Y por qué no, dará también buena letra a historiadores, sociólogos y especialistas en ciencia política. Jamás se vio en nuestro país un amasijo jurídico semejante, una disrupción legal tan monstruosa, un mamotreto de proporciones a todas luces absurdas en orden a la categoría “de urgente consideración”. La intención era patear el tablero entero de la estructura jurídica, social, educativa, económica y aun jurídica, levantada en los 15 años de anteriores gobiernos de izquierda, y llegar hasta donde se pudiera sin tacha de inconstitucionalidad grosera.