¿De qué depende la longevidad? ¿Genética, suerte, estilos de vida? Para María Branyas, que sobrevivió dos guerras mundiales, la pandemia de gripe en 1918 y la de Covid-19 más de un siglo después, la clave está en un poco de todo, pero especialmente, en liberarse de la gente tóxica, esa que te chupa la vitalidad, en lugar de darte ganas de vivir.
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Nacida en San Francisco, California, el 4 de marzo de 1907, Branyas se convirtió en la mujer más anciana del mundo en enero pasado, tras el fallecimiento de la francesa Lucille Randon, a los 118 años. Residente en España, Branyas ganó notoriedad al sobrevivir al mismísimo coronavirus, que se llevó a miles más jóvenes y fuertes que ella. Bueno, más fuertes, porque más jóvenes que ella somos todos.
Radicada en Cataluña desde niña, María tiene claro cuáles son las cosas que le han permitido durar tanto, y con las entendederas claras: “Orden, tranquilidad, buena conexión con familiares y amigos, contacto con la naturaleza, estabilidad emocional, cero preocupaciones, cero arrepentimientos, mucha positividad y mantenerse lejos de la gente tóxica”, afirmó la supercentenaria.
Amén de esas condiciones, María sabe que la longevidad tiene mucho de suerte, y buenos genes. El problema de vivir tantos años es que se acumula un océano de vivencias, pero también de malos recuerdos. Por ejemplo, los que le dejó la Guerra Civil Española, y casi de inmediato la Segunda Guerra Mundial.
Ahora pasa el tiempo que le quede en la residencia de ancianos Santa María del Tura, desde donde se ha mostrado agradecida por la atención que ha generado su primacía.
Cuestión de entornos y hábitos
María vendría siendo lo que los viejos de antes llamaban de “buena raza”, una manera de destacar el vigor y la durabilidad de alguien. No existen tierras prometidas, pero sí hay regiones donde las personas tienen un elevado promedio de vida, por sus entornos pacíficos y hábitos saludables.
Uno de los más célebres es el valle de Hunza, en la región pakistaní de Gilgit-Baltistán, cuyos habitantes se creen descendientes de Alejandro Magno y llegan a vivir 120 años. Quienes viven en este remanso de vida larga y apacible se enferman poco, mantienen la lozanía hasta una edad avanzada e invariablemente se bañan con agua fría, incluso en las temporadas más gélidas.
El médico escocés Robert McCarrison estudió a esta comunidad, y consideró que el secreto está en su dieta: frutas y verduras crudas en verano, y albaricoques secos, granos germinados y queso de oveja en invierno, todo cocinado bajo de sal y sin llegar a las 2.000 calorías al día. Además, los hunza no discuten ni pierden la paciencia ante las adversidades, que enfrentan con una sonrisa.
Otro ejemplo es la isla de Okinawa, en Japón, país que hace unos años registraba casi 59.000 personas que rebasaban el siglo de vida. Muchos achacan tales estadísticas al “ikigai”, o sea, al tener una razón para vivir.
En ese territorio, los ancianos tienen una actitud ante la vida que anula el estrés. Se apoyan física, emocional y financieramente; su esperanza de vida ronda los 82 años, y sus índices de enfermedades oncológicas, mentales y del corazón son muy inferiores al de naciones desarrolladas, como Estados Unidos.
A su vez, se alimentan de las hortalizas cosechadas en la huerta familiar, acompañadas de sopa, tofu, pescado fresco, calamar y boniatos, siguiendo invariablemente el adagio confuciano de “hara hachi bu”: come hasta que tu estómago esté un 80 por ciento lleno.
Uruguay, por cierto, es el país latinoamericano con un envejecimiento más avanzado, pues más del 20 por ciento de su población cae en la llamada “tercera edad”. Sin embargo, la estadística obedece más a la caída en la natalidad que a una predisposición biológica y social a vivir mucho más que los demás mortales.