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Mundo violencia |

el camino recorrido

Secuestradas y desaparecidas: violencia sexual y memoria histórica

El ejercicio de reconstrucción del pasado que plantea el libro de Leila Guerriero ‘La llamada’ sirve para entender el alcance de los avances feministas en el reconocimiento social de las violaciones. Por Nuria Alabao (Ctxt).

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Por otro, hemos conseguido poner la violencia en primer plano y señalar abusos que estaban soslayados, pero no sin desacuerdos feministas importantes sobre la mejor manera de enfrentarla. Sin embargo, más allá de los debates pendientes, esta semana del 8M también es relevante volver la vista atrás para reconocer el camino recorrido. No está de más recordarnos que las fronteras de lo que hoy identificamos como violencia sexual se han movido, y que eso es gracias a los feminismos, y a las mujeres que, habiéndola sufrido, han hablado públicamente de ella a pesar de todas las dificultades.

El magistral libro de Leila Guerriero La llamada (Anagrama, 2024) ya ha sido ampliamente comentado en prensa, pero lo recupero porque ofrece algunas lecciones importantes y un punto de comparación que nos permite percibir claramente estos avances. La llamada narra la biografía de la argentina Silvia Labayru, una guerrillera montonera que, con veinte años y embarazada de cinco meses, fue secuestrada, torturada, violada y obligada a trabajar para sus secuestradores al servicio de la dictadura militar. A pocos meses del golpe –1976– fue capturada y trasladada a la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, donde funcionaba un centro de detención clandestino, en el que se torturó y asesinó a miles de personas. En ese lugar del terror parió a una niña sobre una mesa que, una semana más tarde, fue entregada a los abuelos paternos.

Todo el libro, entre la cotidianidad más banal y el relato del horror, responde a la pregunta de cómo se puede seguir viviendo después de esa experiencia; porque se sigue viviendo –algo que a menudo se olvida en los relatos mediáticos de terror sexual, que suelen relatar las violaciones como si, a partir de ese acontecimiento, las mujeres tuviesen que quedar irremediablemente dañadas–. Pero se sigue viviendo, incluso en este caso, que tomamos como ejemplo, un ejemplo extremo. Sin embargo, la propia Labayru se revela contra la idea de que toda su biografía tenga que leerse a la luz de ese momento. No es solo compleja la respuesta de la protagonista, la autora ha conseguido que el relato tenga tantas aristas que es imposible que no perfore alguna certeza. Sí, es una obra que te hace zozobrar, la mejor manera, quizás, de pensar con profundidad.

Las mujeres éramos su botín de guerra

La violencia sexual era parte habitual de las torturas que se aplicaron sistemáticamente en la ESMA. “Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra”, dice Labayru en uno de los juicios de lesa humanidad contra la dictadura. Sin embargo, y aunque el primer proceso tuvo lugar en 1985, la violencia sexual se consideraba parte de la tortura y no tuvo un reconocimiento específico como delito hasta 2010. De hecho, aunque la protagonista había sugerido que había sido violada, explica que en estos juicios nunca le pidieron detalles sobre las violaciones. Entonces parecía no ser tan importante. Otra de las represaliadas, Bettina Ehrenhaus, explica en el libro: “Decíamos: ‘Bueno, esto es una contingencia más, lo que tenemos que hacer es salvar la vida’. Y si me pasara en la calle, lo mismo. No arriesgaría mi vida porque me hayan violado. Sobrevives. Que me desnudaran era un tema menor. Ahora no lo veo como un tema menor, pero en ese momento sí”.

En las décadas de 1970, 1980 o 1990 era todavía más difícil que hoy hablar públicamente de estos temas. “En esa época denunciar una violación era objeto de doble condena. En el mundo militante, que las secuestradas denunciáramos las violaciones venía a perjudicar la moral revolucionaria, la imagen de los montoneros”, dice Labayru. Y explica el caso de Sara Solarz de Osatinsky, la esposa de un cuadro de la dirección de la organización que fue asesinado junto a sus dos hijos. Cuando en uno de los primeros juicios, explicó las violaciones que sufrió durante meses en la ESMA, sus propios compañeros “se la querían comer porque había mancillado el nombre de Osatinsky”, explica Labayru.

De las más de 5.000 personas que pasaron por la ESMA, el 90 % fueron asesinadas. Una pequeña parte se salvó, normalmente porque fue obligada a trabajar para la dictadura –en tareas de prensa o falsificación de documentos, entre otras– en el mismo espacio donde se torturaba a sus compañeros. El mecanismo era furiosamente perverso. Los que sobrevivieron tuvieron que enfrentarse a las dudas de sus propios compañeros: ¿y esta, por qué se salvó? La palabra traición sobrevolaba los encuentros de los exiliados. Al fin y al cabo, habían trabajado para los militares para sobrevivir, era trabajo esclavo, pero entonces, dice Labayru, eso no estaba tan claro. La forma generizada de esta condena a las supervivientes era la acusación velada o no, de que habían consentido tener relaciones sexuales con los militares para salvar la vida, o más allá, que habían tenido relaciones afectivas con ellos. “¿Es verdad que vos salías con el Tigre Acosta [uno de los jefes en la ESMA]?”, le espetó años después una famosa presentadora de televisión a una de las detenidas.

La situación también era aquí especialmente retorcida, porque, si bien a algunas las violaron mientras estaban atadas en la propia ESMA, a otras las hacían salir a cenar o ir a hoteles y tener relaciones con ellos como parte de su proceso de “recuperación”. Este era el nombre con el que los militares llamaban a la ficción de que las estaban reeducando para librarlas de sus ideas de izquierdas y su militancia con el objetivo de “reinsertarlas” en la sociedad. A algunas mujeres se les pedía que accediesen a tener relaciones con ellos, a fingir que eran sus ligues o sus novias, como parte de este proceso. Labayru no solo salía de su encierro para encontrarse en hoteles con Alberto Eduardo González, “Gato”, su interrogador durante la tortura, sino que acudía a la casa del militar donde también era forzada a tener relaciones con su mujer. “Y esta violación por parte de su esposa no me atrevía a contarla. No solo eso, sino que me costó mucho entender que ella también era una violadora”, explica.

Si hoy pensamos que, muchas veces, las mujeres violadas resultan sospechosas de haber provocado la violación, de no haberse resistido lo suficiente, en esos años la sensación era abrumadora. Todo ello dificultó todavía más entender lo sucedido con las violaciones. Labayru en su narración se atreve además a encarar el tabú del posible placer sentido durante la agresión: “Hay mucho prurito con eso, con que las violaciones tienen que cursar necesariamente con violencia, con una sensación de repugnancia y que no puede haber ninguna forma de placer. Y dices: ‘Mira, aunque hayas tenido placer, aunque hayas tenido cuarenta y ocho orgasmos, fue una violación igual’”.

Cuando no se puede decir no

Cómo se responde a una pregunta común en la época, pero que todavía sigue coleando: ¿te resististe? ¿Cómo podían resistir en un campo de tortura y exterminio? Labayru lo tiene claro: “El hecho de que no te torturaran en la violación no quita que fueran violaciones, porque te están obligando a hacer algo bajo secuestro y bajo amenaza de muerte. Eso no tiene otro nombre que violación, pero ha sido difícil de entender incluso para las propias secuestradas”. “Nosotras tampoco teníamos tan claro que lo que ocurrió había sido una violación. Se empezaban a cruzar cosas: ¿hasta qué punto no me he prostituido? Pero ahí dentro tú no decides nada. En un campo de concentración no hay consentimiento posible”, dice. Muchas de ellas tuvieron que arrastrar la culpa bastante tiempo después.

Los debates sobre el consentimiento de las últimas décadas han desplazado la frontera de la violencia sexual para hacer evidente que si no se puede decir que no, es violación. Hoy nadie pondría en duda que lo sucedido eran violaciones –¿casi nadie?–. Pero además, este caso ejemplifica bien las objeciones al “solo sí es sí” como fórmula mágica capaz de borrar todas las ambigüedades o complejidades de la prueba. Decían que sí, pero ¿podían decir que no? “Ningún paso del ‘no’ al ‘sí’ resuelve en nada el problema. Lo único que hace libre al sí, lo único que lo hace reversible, lo que lo distingue de un sí esclavo, es que decir “no” sea posible. Si queremos conservar el consentimiento, si nos comprometemos con él, entonces la posibilidad de decir que no es un horizonte irrenunciable”, explica Clara Serra en El sentido de consentir.

La propia Labayru en La llamada cita a Inés Hercovich, una investigadora que después de entrevistas a numerosas víctimas de violación planteó que las mujeres violadas de alguna manera aceptan un intercambio donde entregan la vagina o alguna otra parte del cuerpo para sobrevivir, o para hacerlo con el menor daño posible. “La muerte rondando la escena, el aislamiento que desampara, trastocan los significados de las acciones, y los códigos habituales para entender que ya no sirven. Bajo amenaza de muerte, consentir es resistir”, dice Hercovich. Quizás es un abordaje algo inusual, pero que trata de poner el acento en que la aparente pasividad que pueden mostrar algunas mujeres en esa situación –su inmovilidad, el no “resistirse”– es, sin embargo, una muestra de agencia, una perspectiva que puede ayudarles a superar la culpa que a menudo sienten por no haberse resistido.

Tuvo que cambiar la sociedad para que fuese posible denunciar

El primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en la ESMA se produjo en 2014, veinte años después del primer proceso a la Junta militar. Labayru, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, fueron las denunciantes de este caso. Los acusados fueron condenados por este delito, aunque ya lo habían sido previamente y acumulaban varias condenas a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad. Por primera vez se reconoció de forma pública y clara lo que había sucedido. “Hizo falta que pasara tiempo y que la sociedad aceptara con otros ojos los testimonios de las víctimas. Que dejaran de acusarnos de traidores, de colaboradores, de agentes de los servicios, de putas”, dice la protagonista de La llamada. Hizo falta también que la sociedad entendiese de manera diferente la violencia sexual. Como ejemplo, no fue hasta 1999 cuando se incluyó claramente en el Código Penal argentino la posibilidad de violación dentro del matrimonio –en España en 1995–.

“Yo no sé si ese juicio se hubiera llevado adelante en los años noventa. Ella misma no se hubiera expuesto de esta manera hace 20 años o 30 años, porque el juicio hubiera sido de una violencia interrogatoria para ella terrible”, dice la autora del libro, Guerriero. Con este juicio, Labayru sintió que cerraba un ciclo: “Yo sé que he tenido una buena vida. Y sigo teniendo una muy buena vida. Pero me partieron por la mitad. Sí. Me partieron a la mitad esos hijos de puta”.

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Nuria Alabao: Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.

FUENTE: Nuria Alabao (Ctxt).

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