Primero la clasificación racial institucionalizada; así como Sudáfrica lo hizo con su Ley de Registro de Población (1950), Israel lo establece con su Ley del Retorno (del mismo año) que define quién es judío y concede derechos superiores a los judíos de todo el mundo, mientras que a los palestinos se les niega cualquier estatus comparable. La Ley del Estado Nación de 2018 consagra constitucionalmente esta supremacía al declarar Israel como el "Estado-nación del pueblo judío", relegando a sus ciudadanos no judíos (el 20 % de la población) a una ciudadanía de segunda clase.
En segundo lugar, la ingeniería territorial partiendo de la segregación geográfica y restricciones de movimiento. El apartheid sudafricano creó bantustanes para confinar a la población negra; el Estado de Israel impulsa colonias y asentamientos para la población judía y expulsa a los palestinos de sus territorios.
La similitud es estructural y obedece a la misma lógica supremacista: fragmentar, dominar y, finalmente, exterminar. Por ejemplo, en Sudáfrica el régimen creó diez bantustanes étnicos (como Transkei, Bophuthatswana, etc.) esparcidos por el territorio. El objetivo declarado era concederles una "independencia" ficticia para, de este modo, despojar de la ciudadanía sudafricana a la población negra y confinarla en estos territorios marginales, sin derechos en el "Gran Sudáfrica" blanco.
En el caso de Israel, el entramado de asentamientos israelíes en Cisjordania, conectados por carreteras exclusivas para judíos y protegidos por puestos militares, ha creado un archipiélago de más de 200 enclaves palestinos desconectados entre sí y 127 asentamientos, 135 outspost judías (Kiryat Arba, Ariel, Kfar Etzion, etc.). Este "archipiélago" funciona de facto como una versión moderna de los bantustanes y aísla a las comunidades palestinas para hacer inviable un Estado territorialmente contiguo.
Genocidio y etnocidio: la destrucción sistemática de Gaza
Si el apartheid define la estructura de opresión, los eventos en Gaza desde octubre de 2023 han mostrado su desenlace más brutal. La Comisión Internacional de Investigación Independiente de la ONU afirmó de manera contundente en 2025 que Israel ha cometido genocidio contra los palestinos en Gaza. El informe detalló que las autoridades israelíes han perpetrado cuatro de los cinco actos genocidas definidos por la Convención de 1948, matar y causar lesiones graves, someter deliberadamente a condiciones de vida destructivas, impedir los nacimientos e infligir intención de destruir al grupo.
Las cifras, siempre cambiantes hacia arriba, son dantescas: más de 66.000 muertos (el 3,5 % de la población de Gaza), más de 168.000 heridos y 1.9 millones de desplazados. Pero detrás de los números hay una estrategia de tierra quemada, la destrucción metódica de hospitales (solo 17 de 36 parcialmente funcionales), universidades (las 12 destruidas), escuelas (el 80 % dañadas), mezquitas, iglesias y la infraestructura básica que hace la vida posible. Como señaló el comisionado Chris Sidoti, "las muertes no son accidentes, no son daños colaterales. Son el resultado de una estrategia militar de bombardeos intensivos y tierra quemada". La intención genocida, un elemento crucial para la definición legal, se infiere de este patrón de conducta y de las declaraciones explícitas de altos funcionarios israelíes.
Uruguay: entre la neutralidad heredada y la complicidad actual
Frente a esta realidad, la posición uruguaya parece vacilar. Nuestra tradición, influenciada por la doctrina herrerista de la no intervención, nació de una necesidad geopolítica inteligente: sobrevivir como Estado tapón entre vecinos poderosos. Sin embargo, como advierte la socióloga Liliana Pertuy, citando el poema de Brecht, la neutralidad frente al mal puede terminar en complicidad. Uruguay tiene antecedentes luminosos que lo interpelan, fue el primer país del mundo en reconocer el genocidio armenio en 1965, poniendo en evidencia que la defensa de los derechos humanos universales no contradice, sino que ennoblece los principios de soberanía. Hoy, sin embargo, esa coherencia peligra. La “neutralidad y cautelosa diplomacia” se convierte en un eufemismo del silencio, confusión ciudadana en general y rechazo de los frenteamplistas en particular. Lo "políticamente correcto" en el escenario internacional suele significar no incomodar a las grandes potencias que respaldan a Israel. Esta contradicción nos cuestiona. ¿Qué votamos? ¿Votamos una fuerza que en el discurso abraza la solidaridad internacional pero en la práctica gubernamental prioriza cálculos geopolíticos que la ciudadanía no comparte?
El movimiento afro y la lucidez frente a los sistemas raciales
La comunidad afro-uruguaya, portadora de una memoria histórica de esclavitud, discriminación y resistencia, posee un conocimiento encarnado sobre cómo funcionan el supremacismo y la ingeniería de sus sistemas raciales. Esta lucidez, forjada en la experiencia directa, es un antídoto fundamental contra la neutralidad abstracta y el silencio. El movimiento afro comprende que el apartheid no es una metáfora, sino una realidad jurídica y social que deshumaniza. Su lucha por la visibilidad y la justicia dentro de Uruguay los dota de una autoridad moral y política única para leer la situación en Palestina, no como un "conflicto lejano", sino como la manifestación de un patrón global de opresión racial del que ellos son testigos y víctimas en suelo local. Llevar esta perspectiva al debate público es esencial para desmontar la falsa objetividad que suele encubrir la complicidad.
El pueblo palestino, con su resistencia y su dolor, nos exige que tomemos partido, no por una facción política, sino por la humanidad compartida. Los condicionamientos externos, las contradicciones de los partidos y la cómoda butaca de la neutralidad no pueden ser excusas para el silencio ante un genocidio y un régimen de apartheid documentados por los principales organismos internacionales de derechos humanos.
Uruguay tiene una tradición humanista que defender. Hoy, la historia y la conciencia nos llaman a profundizar y ser claros en nuestros posicionamiento. Esto pasa por exigir a nuestro gobierno, cualquiera sea su color político, una condena firme del apartheid israelí, el reconocimiento del Estado palestino y el apoyo a todas las vías de justicia y rendición de cuentas, incluyendo las que se tramitan en la Corte Internacional de Justicia.
Callar, o refugiarse en una neutralidad mal entendida, tiene un precio demasiado alto, nos despoja de nuestra humanidad y nos hace cómplices de la barbarie. El futuro juzgará si estuvimos del lado correcto de la historia.