Cada vez que escucho el chistido de una lechuza (abundan por donde vivo), pienso en el Covid-19. Además de un posible síntoma de locura, esa es una de las tantas reflexiones vivas, directas y descarnadas que dan fe de nuestra humana condición. El búho de Minerva alza el vuelo al anochecer, dice Hegel, y cabe preguntarse a qué diablos se refiere. ¿Qué es el anochecer? ¿El fin de los tiempos? ¿La decadencia de un pueblo, de una cultura, de una persona? ¿Será que el Covid-19 ha llegado para anunciar que de una vez por todas se va a terminar el mundo? Sí y no. Que explote el mundo como una fruta hinchada y en descomposición no me parece creíble. Que se termine un mundo y otro empiece no solamente me parece creíble, sino inevitable. Pero no me he referido todavía a la lechuza y a su naturaleza. ¿Es filosofía? ¿Es sabiduría? ¿Es acaso un alerta? Las tres cosas. Hay quien asegura que la lechuza siempre llega tarde, después de que las cosas han acontecido. Solo entonces ulula, o sea, levanta el vuelo de la reflexión y el pensamiento. Sin embargo, a mí me parece que no es tan así. Entre nosotros, el filósofo argentino Arturo A. Roig, que debió exiliarse después del golpe militar de 1976, se rebeló contra la notoria impuntualidad del ave mítica y proclamó que -al menos en América Latina- la lechuza alza el vuelo al amanecer, cuando más se necesita y cuando lo requieren las inevitables crisis.
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El Covid-19 es un ejemplo de estas situaciones especialmente críticas, en las que algunos pensadores no quieren esperar ni un segundo para hablar de lo que está pasando. Esa es, precisamente, la cuestión. ¿Qué está pasando? Basta de referirse solamente a la salud y a la enfermedad, al contagio y al posible colapso del sistema hospitalario. En círculos concéntricos, está en riesgo toda la existencia humana, en sus más profundas dimensiones, y no por culpa del virus, sino de las infames intenciones de los oportunistas de siempre. Para los filósofos existencialistas, en particular para M. Heidegger, somos el ser-tirado-ahí-en-el-mundo, librado a sus propias posibilidades. Y lo primero que debemos hacer, para no caer en la locura y en el caos, es encontrarle algún sentido a esa existencia, a ese aterrizaje o caída inicial, y a todos los aterrizajes o caídas posteriores que nos toque experimentar.
Las diversas formas de mi propia existencia, los modos en que he “sido” desde mi chacra minuana a este presente, pasando por los millones de instantes que no puedo recordar, todas esas expresiones de la vida, son lo que Heidegger llama ser-en-el-mundo. Así, en una frase ferrocarril tan típica del idioma alemán, quedamos (quedé) arrojados-ahí-en-el-mundo. No volé por los aires en carne y en sangre, pero sí lo hice en idea, en intención y en semilla.
En sucesivas cadenas de elecciones (hablo acaso de siglos), mis antepasados decidieron irse a vivir a España y a Italia, a América, a Argentina, a Brasil, a Uruguay, y un poco más tarde a Cerro Largo y más específicamente a Melo. Hubo entre ellos de todo: latifundistas fronterizos, escribanos metidos a políticos que anduvieron entreverados en los sucesos de la revolución de 1904, hombres doctos a quienes acudía el pueblo para pedir consejo; y también cierta mujer indígena, bella como pocas, cambiada por un lazo en una estancia, según una leyenda familiar. Y un día, hubo mi padre, y hubo mi madre, y hubo una casita en Melo, en la que yo nací, mientras el mundo giraba y los acontecimientos se sucedían. De entonces a este hoy, lo que se ha trazado en mi destino ha sido un camino de posibilidades. No un camino, en rigor, sino algo mucho más tortuoso, impredecible y peligroso (porque, ha de saberse, la vida es peligro también). Un vendaval que ha mezclado mi destino con el de otros, y mi historia con otras.
Cuando regresé de Europa, a mediados de enero de 2020, el Covid-19 me venía mordiendo los talones y yo no lo sabía. Mientras estuve en Francia, ignorante de ese nuevo peligro, mientras brindaba con mi hijo en Navidad y en Año Nuevo, el Covid-19 andaba dando vueltas bajo nuestra ventana y yo no lo sabía. De Europa a Uruguay, de los aeropuertos en los que ya acechaba el hálito del virus hasta el hoy en que escribo; de la pradera granítica en que nací, allá en el norte profundo, hasta la supuesta “nueva normalidad”, el aluvión de los cambios ha sido demoledor, y de tales cambios se han aprovechado (y se seguirán aprovechando) los malintencionados de siempre.
Las posibilidades de existencia implican, ante todo, elecciones y decisiones. Quienes intentan hoy sacar tajada del supuesto aislamiento y adoran la quietud más o menos obligada a que estamos sometidos; quienes temen, en el fondo, el momento en que tal quietud se termine; quienes, con mayor o menor ventajería política, mueven sus fichas desde el rencor y la venganza y la deshonestidad y el apresuramiento, porque la voz de “aura” ya ha sonado; quienes le sacan el jugo al momento y explotan a fondo su cuota parte de poder para resarcirse de los largos años de obligado ayuno; todos ellos realizan también elecciones y decisiones. El asunto es darse cuenta y actuar a tiempo.
Yo, y todos ustedes que me leen ahora, estamos no en el modo “quédate-quietito-en-casa” y en lo posible “calladito-la-boca”, sino en el modo eyección, o sea en esa condición emparentada con la del piloto de un avión caza que, en el momento del mayor peligro, cuando el caza va cayendo en picada entre las nubes, aprieta el botoncito salvador y es lanzado a los aires (y ojalá el paracaídas le funcione). Todos estamos, de una manera o de la otra, lanzados al mundo, aunque nos quedemos en casa; la situación actual no es la excepción. Esto es lo que rescato de la filosofía, en particular del existencialismo, que tanto me ha atraído siempre. Ni quietos ni en silencio, sino conscientes de nuestro poder, de nuestras elecciones, de nuestras decisiones y de nuestras posibilidades. Una cosa es el rebaño inmunitario del que hablan algunos infectólogos y virólogos, y otra muy distinta es el rebaño humano, en el que tanto han insistido los grandes controladores de todos los tiempos.
Si la vida se compone de posibilidades, pues entonces marchemos hacia ellas. Hay maneras y maneras de estar en aislamiento, y la más peligrosa de todas es la de los tres monitos, ciegos, sordos y mudos. En el océano de las elecciones y de las decisiones, el destino de cada uno de nosotros está entrelazado fatalmente con el de los demás, y si no tomamos partido, si no movemos nuestras propias fichas, la embestida de las olas nos arrastrará sin remedio. Ni quietos ni en silencio. Habrá que aguzar el oído para escuchar al búho de Minerva. Seguramente tiene mucho para decir.