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Núremberg: justicia o injusticia extrema

Por Marcia Collazo.

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Un 20 de noviembre, en la novela de la vida, comenzaron unos procesos judiciales singulares. Significaron el reconocimiento de principios filosóficos relegados o directamente despreciados, y un cambio de paradigma en la concepción del Derecho. Los juicios de Núremberg, realizados entre noviembre de 1945 y el 1º de octubre de 1946, constituyen un símbolo que se extiende hoy a cualquier campo de acción humana. Núremberg supuso el despliegue de nuevos enfoques en materia de derechos humanos, y de conceptos poderosos trasladados al derecho internacional; entre ellos, la culpabilidad, la responsabilidad individual, la calidad moral de la conducta humana y la prevención de excesos y horrores como los cometidos, para preservar la confianza de la comunidad en las instituciones, y hacer prevalecer el sentimiento de seguridad jurídica. El gran desafío, apenas concluida la segunda guerra mundial, era cómo acusar a los principales responsables del horror nazi. Ninguno había disparado, torturado o participado directamente de las acciones, y alegaban que la estructura había actuado de acuerdo a las leyes legítimamente sancionadas por su Parlamento. No existía una corte internacional, ni marco jurídico, ni jueces ni salas. Como señalaron sus protagonistas, era mucho más fácil sancionar a un conductor ebrio que juzgar estos crímenes de guerra. Había que empezar desde cero.

Tres cargos se formularon: el de incitar a la guerra de agresión (crimen contra la paz); el de los crímenes de guerra comunes; y el de crímenes contra la humanidad. La deliberación duró un mes y el primero de octubre de 1946 se dictó sentencia condenatoria contra 19 criminales de guerra, 11 de los cuales recibieron pena de muerte; tres acusados fueron absueltos. La actuación del Tribunal y los fundamentos de su constitución sentaron las bases jurídicas para que las Naciones Unidas desarrollaran luego una jurisprudencia específica internacional en materia de guerra de agresión, crímenes de guerra y crímenes en contra de la humanidad, y para la creación en 1998, de la Corte Penal Internacional.

No se trata aquí, y no se trató en Núremberg, de realizar interpretaciones parciales y reductivas acerca del ser humano. Por el contrario, se trata del desarrollo de la capacidad crítica, para valorar las acciones humanas y para  reaccionar ante la realidad. En Núremberg hubo que preguntarse si el derecho podía limitarse al específico contenido (escrito) de la ley, o si existía algún derecho válido cuya existencia no pueda ser negada jamás, esté o no esté plasmado (o incluso negado) en las leyes positivas de los estados. De la norma particular y concreta se pasó así a la norma universal fundada en los derechos inherentes a la naturaleza humana y a la ética derivada de la razón y no de tales o cuales intereses circunstanciales, y resurgió con inusitada fuerza el pensamiento de otro alemán, el filósofo Immanuel Kant (1724-1804) para quien “Estar obligado a adquirir la conciencia moral […] es tener el deber de reconocer deberes. La conciencia moral es la razón práctica que muestra al hombre su deber en cada caso concreto, absolviéndolo o condenándolo”. La conciencia moral ordena, así, reconocer los deberes morales contenidos en las leyes prácticas, o sea en las reglas de conducta racionales (que no se equiparan a las leyes jurídicas). Estas reglas son válidas para todos los seres humanos en cualquier tiempo y lugar, y no admiten por tanto excepciones. La conciencia moral es evidente y originaria. No se deriva de la experiencia, de tal o cual acontecimiento. Opera mediante un juicio lógico al que Kant denomina imperativo categórico: obra de tal manera que la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu propia voluntad, en ley universal. Y si esa acción no puede ser moralmente justificada, nuestra conciencia no nos absuelve. Es a partir de esta ética, fundada en rigurosos principios lógicos, que se llevaron adelante los procesos de Núremberg, bajo el fundamento de que el derecho es (y debe ser) racional porque el ser humano lo es; y que, en cuanto la racionalidad es una propiedad humana, emana necesariamente de la naturaleza.

Hubo que reflexionar, en Núremberg, acerca de los grandes temas de la filosofía, hubo que preguntarse si el jurista debía limitarse a aplicar la ley positiva al caso concreto, o aspirar a la solución más justa. En otros términos: ¿era posible absolver a los jerarcas nazis por estar amparados en las leyes positivas del Tercer Reich? Ante unos males tan devastadores, a los cuales la propia humanidad no podría sobrevivir, dada su repetición, ¿no habría que buscar al derecho más allá de la ley positiva de cada estado? ¿No habría que indagarlo y plasmarlo en los tratados internacionales, en los derechos humanos, en los principios superiores vinculados a la condición humana universal?

Núremberg fue escogida como sede de los juicios, además, por su valor simbólico: esta ciudad en Baviera no solo había sido escenario de los demoledores desfiles y mítines políticos nazis, sino el lugar donde se promulgaron las Leyes Raciales contra los judíos en 1935. Por otra parte contaba con un Palacio de Justicia milagrosamente salvado del bombardeo aliado (allí se instaló el Tribunal Militar Internacional), y con una prisión en la que se recluyó a los acusados en espera de su juicio. Los victoriosos aliados discrepaban sobre la manera de acometer dicho proceso. Churchill era partidario de ejecuciones sumarias, Rusia pedía juicios públicos, mediáticos y ejemplarizantes, pero el deseo de Estados Unidos de llevar adelante un debido proceso cargado de fundamentos racionales que aplastaran los argumentos de los abogados defensores de los nazis, fue el que prevaleció.

Los juicios culminaron con la declaración de los siete principios de Núremberg, reconocidos por la Carta para los Tribunales Militares Internacionales y sus sentencias, y adoptados por la Asamblea General de la ONU. Estos principios incluyen la responsabilidad individual, la posibilidad de que los jefes de Estado puedan ser considerados culpables, la refutación del argumento de la obediencia debida para evitar ser declarado culpable, entre otros. Un paso más se dio el 17 de julio de 1998, cuando el Estatuto de Roma estableció la creación de la Corte Penal Internacional, encargada de juzgar los “más graves crímenes internacionales”. El tribunal supremo italiano confirmó en julio de 2021 -para vergüenza de los estados correspondientes, entre los que se encuentra por desgracia nuestro país- la sentencia definitiva a cadena perpetua para 14 represores de Uruguay, Bolivia y Perú por sus acciones en el Plan Cóndor, ejecutado por las dictaduras del Cono Sur en las décadas de 1970 y 1980. Esto sólo fue posible gracias a la herencia y el legado de los juicios de Núremberg que, de cara a los horrores del pasado y a la construcción de un futuro mejor, implican el repudio de la impunidad a quienes han cometido crímenes contra la humanidad. Todo Estado que crea su derecho penal (y esta creación no se realiza de una vez y para siempre) se enfrenta a la delicada tarea de establecer los requisitos y límites de la responsabilidad individual por conductas antijurídicas. Vincular la imputación penal con la calidad moral de la conducta humana coloca el principio de culpabilidad como base de la responsabilidad penal individual. En ello se juegan los bienes o valores humanos básicos, así como el umbral de justicia o injusticia extrema que deseamos para nuestras sociedades y para nuestro mundo.

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