En el Parlamento fuimos testigos de algo revelador. Legisladores que, con orgullo, reivindican su pertenencia a empresas agropecuarias; otros que se reconocen como parte de la clase obrera organizada en el PIT-CNT; algunos que citan con énfasis sus tradiciones ideológicas, familiares o territoriales. Nadie les exige ocultar su origen. Nadie les sugiere “neutralizar” su identidad para ser considerados aptos. Pero cuando se trata del conocimiento afro, de la trayectoria construida desde organizaciones negras, desde procesos comunitarios, desde una epistemología propia, el sistema se vuelve súbitamente miope.
Decir Mundo Afro en Uruguay no es una anécdota ni un adorno identitario. Es garantía de desarrollo, de acumulación histórica, de producción política sostenida durante décadas. Los avances logrados —en legislación, en políticas públicas, en reconocimiento simbólico— no surgieron del azar ni de la benevolencia estatal. Son resultado de lucha organizada, pensamiento estratégico y trabajo territorial. Y sin embargo, ese capital político-intelectual sigue siendo tratado como secundario, cuando no incómodo.
La paradoja es brutal: el Estado convoca a expertos en diversidad, habla de interseccionalidad, firma compromisos internacionales, pero al momento de validar el conocimiento afro producido en el país, retrocede. Prefiere currículums “higienizados”, despojados de conflicto, de raíz, de memoria. Prefiere biografías que no cuestionen el canon.
Este episodio también expone otra dimensión del racismo institucional: la falsa neutralidad. La idea de que para representar al país hay que desprenderse de la identidad afro, como si esta fuera un sesgo y no una fortaleza. Como si la experiencia acumulada en organizaciones afrodescendientes no aportara una mirada estratégica en un mundo atravesado por debates sobre reparaciones, racismo estructural, colonialidad y relaciones Sur-Sur.
Estamos seguros de que los silencios sobre los objetivos reales de la representación diplomática serán conocidos a la brevedad por las organizaciones afro. Porque hay una memoria colectiva que no se borra y una vigilancia política que no se detiene. Las organizaciones no piden privilegios; exigen coherencia. No reclaman cuotas simbólicas; demandan reconocimiento efectivo del saber construido.
Lo ocurrido no es un hecho aislado. Es parte de una matriz más amplia donde el racismo institucional opera no tanto a través del insulto explícito, sino mediante la omisión sistemática. No diciendo “no”, sino diciendo “no es relevante”. No negando capacidades, sino escondiéndolas.
Si algo deja en evidencia este proceso es que el desafío no es solo quién ocupa los cargos, sino desde qué marcos de conocimiento se legitima su idoneidad. Mientras el saber afro siga siendo tratado como accesorio, el racismo seguirá explotándonos en la cara, una y otra vez, en los espacios donde se supone que la democracia se fortalece.
La pregunta final no es sobre una nominación concreta. Es más profunda y más incómoda: ¿cuánto conocimiento afro está dispuesto el Estado uruguayo a reconocer como parte central de su proyecto político y diplomático? La respuesta, por ahora, sigue pendiente. Y ese silencio, también, habla.
(Por Romero Rodríguez, presidente de Mundo Afro)