Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME
Política política | Totem | gobierno

Totem y Tabú

Política sin datos y datos sin política: apuntes sobre malas continuidades y otros tótems sagrados

Uruguay necesita una estrategia de seguridad que parta de diagnósticos rigurosos y de instituciones técnicas capaces de producir datos sólidos y verificables

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

La discusión sobre seguridad pública en Uruguay está hoy atravesada por un doble extravío. Por un lado, persisten políticas que nacen con pretensión transformadora, pero se apoyan en bases científicas débiles; por otro, crece la opacidad del sistema encargado de medir y clasificar la violencia, un ámbito donde afloran no solo fragilidades técnicas, sino también sesgos de condescendencia que terminan diluyendo la trascendencia real de fenómenos estructurales como el peso del narcotráfico. Esa combinación —imprecisión metodológica y lecturas indulgentes— compromete seriamente la capacidad del Estado para comprender su propia realidad.

En este contexto, conviene revisar un tótem muy arraigado en la reflexión politológica: la defensa del valor de las continuidades institucionales y programáticas. Si bien esa premisa tiene relevancia para ciertos indicadores de salubridad democrática, debe desacralizarse cuando la evidencia científica muestra con claridad que determinadas continuidades no han producido resultados positivos.

I. Un programa construido sobre intuiciones

La trayectoria de Barrios sin Violencia ilustra con claridad cómo un proyecto diseñado para intervenir en la conflictividad criminal puede terminar atrapado en contradicciones básicas. Impulsado por las autoridades del Ministerio del Interior de la administración anterior y defendido como una política innovadora, el programa se estructuró sobre la idea de que mediadores provenientes del entorno delictivo podrían desactivar disputas entre facciones rivales. Sin embargo, desde el primer momento, la realidad devolvió señales que anticipaban un desenlace problemático. La convocatoria para implementar los equipos tuvo una participación mínima, algo previsible para cualquiera que conozca los mercados ilegales y el costo letal de quedar atrapado entre redes criminales en disputa. Como ya hemos mencionado en otras columnas, esa señal evidente no se interpretó como una inviabilidad conceptual, sino apenas como una dificultad circunstancial.

Adicionalmente, el proyecto sufrió una rotación permanente de personal, bajos niveles de compromiso y episodios que reflejaban una inestabilidad incompatible con tareas de alta exposición emocional y física. Las trayectorias típicas de quienes provienen de entornos delictivos —inestabilidad laboral, consumo problemático, vínculos frágiles— ya habían sido ampliamente documentadas en la criminología comparada. Pretender que esas mismas personas sostuvieran intervenciones continuas en escenarios de violencia activa implicaba forzar la evidencia hasta hacerla desaparecer.

El problema no era solo quién intervenía, sino cómo. Barrios sin Violencia careció de protocolos firmes, de una línea teórica que justificara sus acciones y de criterios que garantizaran coherencia en las intervenciones. Más que una política basada en evidencia, terminó funcionando como un dispositivo ensamblado a partir de ideas importadas sin adaptación local, combinado con una fuerte expectativa comunicacional. La exposición mediática alentada por las autoridades contribuyó, además, a un efecto corrosivo: algunos mediadores comenzaron a ser percibidos como eventuales informantes, y otros actores criminales intentaron infiltrarse en el programa.

La selección de experiencias internacionales tampoco aportó solidez. Se eligieron modelos de ciudades con tasas de homicidio muy superiores a las de Uruguay y con dinámicas criminales que no guardaban relación estructural con nuestro contexto. Sin una adaptación metodológica seria, el intento de trasplante produjo una herramienta conceptualmente frágil, incapaz de responder a los patrones de violencia locales.

El panorama se volvió más preocupante cuando la Exposición de Motivos del Presupuesto presentó al programa como una herramienta del gobierno para enfrentar los homicidios. Sostenida en un diagnóstico que minimizaba el peso del narcotráfico, esa apuesta convirtió un experimento frágil en un pilar de la estrategia nacional de seguridad. Y lo más grave es que el documento no ofrece alternativas: no menciona ningún otro programa diseñado específicamente para enfrentar la tasa epidémica de homicidios que el país padece desde hace años, dejando a esta iniciativa como la única respuesta explícitamente formulada frente a un problema que exige políticas mucho más sólidas y con mejor componente de innovación tecnológica.

Si el Plan Nacional de Seguridad pretende introducir innovaciones efectivas, deberá hacerlo sobre la base de un diseño riguroso y una ejecución cuidadosamente coordinada. Las propuestas conocidas hasta ahora tienen potencial, pero solo bajo esas condiciones podrán convertirse en resultados tangibles. No basta con mencionar, de manera casi intuitiva, aspectos elementales como el desarme o la mejora de la investigación sobre heridos de arma de fuego: son medidas obvias, que no requieren grandes deliberaciones para ser reconocidas como centrales. El desafío es ir más allá de esos consensos mínimos y evitar repetir los errores básicos de programas como Barrios sin Violencia, cuya débil implementación terminó por restarle impacto.

II. Un sistema estadístico debilitado y nacido de la censura técnica del anterior gobierno

Mientras las políticas de intervención comunitaria mostraban sus límites, el país también asistía a una degradación silenciosa pero profunda en su capacidad técnica para medir y clasificar la violencia. Lo que debería ser un sistema robusto y transparente se convirtió en un espacio marcado por decisiones imprecisas, disputas internas y un manejo cada vez más improvisado del AECA, responsable de la producción estadística oficial.

La intervención sobre el antiguo Observatorio Nacional de Violencia y Criminalidad inauguró un período de inestabilidad que aún persiste. Todo comenzó con un informe que reducía de forma significativa el peso del narcotráfico en los homicidios y proponía una clasificación nueva y poco definida. Esa revisión generó una controversia técnica que terminó con la sanción de su director y el posterior vaciamiento del Observatorio, reemplazado luego por el AECA. Pero la reestructura no aclaró nada: la tipología que originó el conflicto dejó de publicarse, nunca se difundieron las bases metodológicas y las actualizaciones posteriores comenzaron a mostrar inconsistencias evidentes. El AECA reconoce hoy que un 20% de los homicidios sigue con “motivo indeterminado”, proporción que incluso crece con el tiempo. La evidencia criminológica indica que muchos de esos casos sin aclarar suelen vincularse a redes delictivas organizadas, por lo que omitir su análisis distorsiona el peso real del narcotráfico en la violencia letal. A esto se suma la ambigüedad persistente de las “ejecuciones sumarias”, una categoría cercana a los patrones del sicariato, pero de la que no se han publicado ni criterios ni cifras.

Las contradicciones entre los datos del AECA y las declaraciones públicas de las autoridades revelan, además, una desconexión peligrosa. Mientras los informes técnicos sostienen que los enfrentamientos entre bandas representan apenas una fracción mínima del total, el propio ministro Negro ha atribuido varios homicidios recientes a disputas territoriales en lapsos muy acotados. La divergencia sugiere que la información estadística no está logrando captar el fenómeno real o que la clasificación carece de sustento suficiente para reflejarlo.

Esta gestión improvisada del AECA —sin estabilidad institucional, sin transparencia metodológica y sin documentación verificable— debilita la confianza pública en los datos oficiales y compromete la posibilidad de diseñar políticas basadas en evidencia. Minimizar el peso del narcotráfico en las cifras no solo distorsiona el diagnóstico: impide ver la dimensión del problema y limita las herramientas para abordarlo.

III. Totem y tabú: Ultratón en la Plaza Matriz

Lejos del clásico freudiano y de la fálica irrupción de un cilindro azulado con un botón rojo para llamar a la autoridad —una metáfora que resume bien la visión estática y casi infantilizada de la seguridad—, el desarrollo contemporáneo de la videovigilancia se apoya en drones, sistemas de movilidad táctica y tecnologías capaces de reorganizar patrullajes aéreos y reducir drásticamente los tiempos de respuesta. Esa es la dirección en la que avanzan las ciudades que buscan anticipar la violencia y no simplemente registrar sus consecuencias. Sin embargo, nada de eso parece formar parte del universo conceptual que rodea al Ministro: sus asesores no impulsan propuestas que incorporen estas herramientas ni promueven una actualización tecnológica acorde a los estándares internacionales. El resultado es una política de seguridad que mira al futuro con instrumentos del pasado y que sigue privilegiando la intuición por encima de las capacidades operativas que hoy definen la eficacia policial.

Pocas decisiones resultan tan difíciles de explicar como la instalación de este dispositivo en la Plaza Matriz, una de las zonas con mayor concentración de cámaras, monitoreo permanente y sistemas de identificación biométrica del país. Ubicar una herramienta tan limitada en el punto más vigilado del territorio no solo representa un uso ineficiente de recursos: es una decisión operativa difícil de justificar. En un entorno donde ya existe cobertura visual ampliada y capacidad de respuesta inmediata, un artefacto estático no aporta nada significativo. Su localización no mejora la seguridad; más bien evidencia la ausencia de criterio estratégico en la toma de decisiones.

Uruguay necesita una estrategia de seguridad que parta de diagnósticos rigurosos y de instituciones técnicas capaces de producir datos sólidos y verificables. Barrios sin Violencia mostró lo que ocurre cuando una política se diseña sin comprender el fenómeno que intenta resolver; el manejo y la gestión improvisada del AECA muestran lo que sucede cuando los datos se administran sin estabilidad, sin transparencia y sin profesionalización. Mientras la política avance sin evidencia sólida y la evidencia se produzca sin rigor, Uruguay quedará suspendido en una contradicción permanente: decisiones que no saben adónde van y estadísticas que no saben qué están midiendo.

Por Rodrigo Rey

Abogado

Dejá tu comentario