Cierto es que la inefable conversión de un hecho sonoro en música depende mucho del punto de llegada: el otro extremo, ese lugar que se reserva para los otros, los que escuchan. El escritor mexicano Juan Villoro recordaba en un texto sobre otro escritor, Ricardo Piglia, un lector de voraz inteligencia, que ya Borges “insistía en que la suerte de un libro depende menos de su contenido que de la forma en que es leído”. Lo mismo ocurre con estos artefactos evanescentes que disparan tantos placeres como disgustos, radicalizan polémicas y logran que una masa esté dispuesta a moverse toda una noche en una fiesta electrónica.
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También es cierto que este arbitrio de la recepción no ocurre en la nada. Están las convenciones, las historias que atraviesan las competencias musicales, las estrategias para lidiar con lo diferente. Están, también, los contextos, las circunstancias. Y están los pactos: esas negociaciones entre nombres, trayectorias, necesidades, gustos, habilidades, por las que los receptores aceptamos hurgar en las pistas -marcas instructivas- que nos dejó un autor en cada pieza que suena. Para buscarlas nos ubicamos en un lugar: un punto de llegada. Y allí -o desde allí- actuamos: le damos sentido a eso que fisura con sonidos un estado de cosas. Nos movemos, bailamos, silbamos, aplaudimos, cantamos. O lo condenamos al juicio implacable. El pacto funciona cuando reconocemos que la clave del candombe subyace ya desde la introducción de “Durazno y Convención”. O al identificar una diferencia en esa misma clave al escuchar “Doña Soledad”. Y no funciona cuando se activan la mueca de disgusto o el gesto de indiferencia cuando lo que suena resulta desconocido o es ajeno a ese acervo de experiencias musicales que constriñe nuestras preferencias.
En realidad -y usted lo sabe bien-, el funcionamiento de este fenómeno es bastante más complejo que esta caricatura. Todo se revuelve en esas negociaciones y allí, en ese revoltijo, mostramos la hilacha sin tapujo alguno. Segregamos y condenamos a la velocidad de un rayo. Esto no “debe” sonar así. Defendemos un lenguaje con la pasión de un guerrero que se debate entre la vida y la muerte. Somos fans o enemigos, y siempre conspicuos negadores de la recepción crítica o reflexiva.
Otra vez es cierto: el culto a la velocidad que imponen los llamados medios masivos -desde la vieja radio a las plataformas internáuticas- no da tiempo para nada. Todo se consume rápido, no hay tiempo para la digestión: el hit se produce, se devora y se elimina al instante para hacer lugar a otro hit. Un ciclo cerrado. Y cada uno tiene su cajoncito: de allí no “debe” salir. El grito se estampa en las alturas si la transgresión luce vestuarios radicales. Es que la incomodidad confunde, provoca desasosiego, irritación. ¿Por qué Samantha Navarro hace reguetón, le canta a Ricky Martin, usa ropas con lentejuelas, plumas, colores estridentes, “se mete” con la religiosidad popular, sexualiza gestos, versos y música? ¿Será que no era una cantante comprometida? ¿Y por qué no puede hacer eso? ¿Es que el oído musical uruguayo siempre fue y será tan gris, laico, gratuito y obligatorio?
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Las canciones de Samantha Navarro tienen una cualidad que solo podría nombrarse así: Samantha Navarro. No es un juego de palabras pseudointeligente o pretencioso. Si aceptamos, aunque sea a regañadientes, el mandato social de que todo tiene que tener una etiqueta y un cajoncito, entonces las canciones de Samantha pertenecen al género Samantha.
Para quien no la conozca -ella dirá que son muchos los que no la conocen-, su lenguaje es “raro”, “extraño”. Y ella dirá: “Porque yo siempre fui la rara; desde chica era la extraña”. Los que la conocen -y, aunque ella no lo diga, son muchos- la reconocerán en los primeros compases, y quizás antes que ella comience a cantar. Lo correcto sería anotar que tiene un estilo afirmado, que ha madurado una red de rasgos de lenguaje que trascienden las variantes puntuales de cada canción, de cada período creativo, de cada disco. Esto es: Samantha suena a Samantha.
En ese plan, la artista fue lanzando desde el año pasado su nuevo proyecto discográfico titulado Amor, que está estructurado en tres islas, como ella lo define, que fueron publicados en distintas plataformas digitales. En cada isla, contó Samantha, se abordan distintos estados, facetas, tópicos posibles (e imposibles) de este macroasunto, el amor, con el que se ha escrito la mayor porción de la historia de la canción occidental.
Tiene tres canciones; y cada isla está compuesta por tres canciones.
En la primera, además de dos canciones entrañables, una dedicada a su hijo, ‘Centeno’, y otra a su esposa, ‘I Love You’, está ‘Pulso redentor’, una suerte de elegante sopapo a una sociedad tan pacata como la uruguaya, esa que puede “curtir” pop, cumbia, plena o reguetón a escondidas de la mirada censora de la vidriera social para después lucir serio, gris y cínico para el deleite de todos. La canción hurga sin prejuicios en el costado mágico, místico y de la cultura popular y de la canción popera. Con energía bailable, seductora, adhesiva, más Ricky Martin como figura -ídolo, emblema- fundiéndose con una paleta de colores estridente, recargada, Samantha logra una buena canción, simple en su factura, efectiva y directa en lo expresivo. Y “bien de acá a la vuelta”. Un lenguaje pop que zafa de las formalidades para jugar entre toques de ironía, de humor, y de sensible recuperación de un imaginario popular, tanto en la música como en el texto y en el lenguaje del videoclip.
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¿Qué pasa con el pacto de marras cuando una artista joven “se mete” con clásicos de la canción de proyección folklórica, las tamiza a través de sus escuchas, sus inquietudes estéticas, y las transforma en “otra cosa”? Veamos un caso reciente: Florencia Núñez y su último proyecto.
Con sus composiciones y su lenguaje interpretativo, tanto en lo vocal como en lo guitarrístico, Florencia Núñez ha construido un perfil muy personal en la canción popular local, en el que tamiza la inquietud por lo poético, la sencillez en el tratamiento de los arreglos, un trabajo vocal diáfano. El año pasado, y tras un proceso largo de trabajo, lanzó Porque todas las quiero cantar: un homenaje a la canción rochense, que incluye un disco, una película documental, y la difusión de videos en distintas plataformas internáuticas.
Tanto el disco como la película documental -su primera realización en este rubro- revisitan un cuerpo de canciones de compositores y autores rochenses, que muchas de ellas se convirtieron en piezas icónicas del cancionero popular. Pero su idea germinal no apuntaba a la recuperación documental o al registro musicológico, sino a contar su historia personal con un entorno geográfico y simbólico, con un repertorio y con nombres que fueron clave en la construcción de una prolífica escena musical: ‘En tu imagen’, de Lucio Muniz; ‘Contigo en el palmar’, de Gabriel Núñez Rótulo, ‘Poema a las tres’, de Enrique Silva y Julio Víctor González; ‘Mar atlántica’, de Enrique Cabrera; ‘Un lugar de medio locos’, de Julio Víctor González; y ‘Canción del camaronero’, de Humberto Ochoa y Nelson ‘Pindingo’ Pereyra. En la edición discográfica, a este repertorio se integraron, como en una suerte de lado B, como lo cuenta la artista, las seis piezas que componen la música incidental, que fueron creadas con Nicolás Molina, artista rochense y uno de los referentes del indie con marca uruguaya.
La artista rochense vuelve a sus raíces y propone un viaje, una road movie, que no deviene presentación de tarjeta para turistas: es el relato personal, lleno de vivencias, afectos, relecturas. Cierto, un emprendimiento ambicioso. No obstante, cumple con su objetivo: dar cuenta de una memoria musical y jugar con las formas en que estos sonidos se incrustan hasta la raíz del paisaje, o al revés: cómo el paisaje llega hasta la raíz de estas canciones. No pretende ser exhaustivo ni taxonómico. No sanciona un canon de la canción rochense.
La propuesta entraña el desplazamiento, el juego de referencias estilísticas, los cruces de mapas musicales. Y en ello se desprende de su faceta de compositora para concentrarse en la interpretación, ese rol tan subvalorado en las músicas populares. La interpretación, ha dicho Florencia, implica un alto compromiso creativo. Es una forma de bucear en el lenguaje de una canción y sacar a luz otras vidas, otras posibilidades expresivas, desplazándolas y relocalizándolas en otros entornos estilísticos.
Porque todas las quiero cantar tiene múltiples puertas de entrada para abrir otras múltiples puertas de salida. Las canciones seleccionadas ya tienen sus realizaciones de referencia, en las que se distinguen los signos de esa porción de músicas populares que se identifican con lo folklórico, con lo tradicional: voces masculinas, solas o en dúos, con mucha proyección, potencia, vibrato; acompañamiento de guitarras con cuerdas de nylon. Signos que, para generaciones mayores a la de Florencia, están hipercodificados: todos saben de qué se trata; se trata del canto popular, de la canción de proyección folklórica. Florencia partió de ahí y llegó a esa zona donde proliferan las tensiones: la frontera, o las fronteras. Y las cruzó para interpelar su presente, el mapa musical que la moviliza ahora, donde están el indie, el pop, algunas manifestaciones del rock, la llamada canción urbana, las búsquedas de artistas como Natalia Lafourcade. También las cruzó para interrogar su historia y las formas de recepción de las generaciones anteriores.