En el competitivo mercado de las plataformas de streaming sigue mutando. Las ofertas de contenidos y las modalidades de acceso se han diversificado, y en semejante panorama lo que hasta hace pocas décadas se entendía como televisión ha quedado sepultado. La llamada televisión lineal (por abonados y abierta), sus dispositivos y los hábitos de audiovisionado que la caracterizaban se han sustituidos por las tecnologías del on demand. Todo está disponible en cualquier lugar, en cualquier momento. Los contenidos, independientemente de sus formatos, se pueden consumir de un tirón -las series son el ejemplo paradigmático- y volver a ellos todas las veces que el apetito ficcional lo demande.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
El fenómeno, por cierto, es fascinante. Sin embargo, resta una reflexión sobre el impacto de estas nuevas prácticas en el plano económico, en el creativo, y en la trama de hábitos de recepción e interacción significante en el contexto doméstico. En este último caso, los niveles de “adicción” a las pantallas -celulares, tablets, computadoras, smart TV, entre otros- se ha disparado. Y también se ha disparado el gran negocio del snack: producir contenidos adictivos, ajustados a lo que el negocio entiende que “le gusta a la gente”, que solo agrandan el gran basurero audiovisual, en el que malgastamos tiempo revolviendo una ingente cantidad de títulos para “encontrar algo para ver” y matar el ocio pandémico.
Pese a este paisaje saturado por la industria, Netflix marcó una pequeña diferencia en los últimos años. Esta diferencia, claro, está marcada por la competencia feroz que instalaron otros servicios de streaming, las peleas por los contratos, entre otras variables. No obstante, de esta competencia se puede rescatar algo interesante: la inserción en este mercado de las ficciones seriadas y las películas que rescatan narrativas locales. Algunas son verdaderas rarezas valiosas, como Trese, la ficción animada de Filipinas. Otras reciclan los clisés de la industria anglosajona, están las producciones de los mercados turco y sus ficciones telenovelescas, indio, coreano, japonés y, por ahí, cada tanto aparecen realizaciones fantásticas, policiales, dramáticas de la todavía fecunda escena nórdica. Y por ahí también se descubren algunos relatos originales como la serie Queen Sono, una producción de Netflix con realizadores y elencos africanos.
Esta producción prometía mucho. Sin embargo, naufragó por los “controles” de la industria. Una ficción policial, con mucho de espionaje e intención política, se agota en crear una seductora imagen de su protagonista, la que da nombre a la serie, según los esquemas occidentales, y se pierde en el ejercicio turístico que convierte lo diferente en exótico, pintoresco, sacrificando la densidad simbólica que podría tener el relato. Es muy “linda” de ver, pero el abuso de lo obvio y predecible en la trama elimina el impacto de un relato sobre las tensiones políticas y sociales en un continente que no puede zafar de los lastres de la colonización europea y la dominación de las grandes corporaciones financieras.
El riesgo de este tipo de planteos ficcionales es reafirmar la segregación y la dominación cultural, y crear nuevos snacks televisivos que jueguen a convertir lo diferente en productos idiotas para idiotas. Una práctica que tiene varios siglos de oficio en el Occidente eurocéntrico, donde la versión “blanca” de la vida sigue siendo la medida para evaluar las “cumbres culturales”.