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Sociedad golpe | dictadura | Bordaberry

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A 50 años del golpe: la historia condenará a cómplices y mentirosos

Cincuenta años después del golpe de Estado en Uruguay, la derecha mantiene enhiesto su discurso mentiroso, con el propósito de lavar sus propias culpas y responsabilidades.

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Por Hugo Acevedo

El 9 de febrero se cumplió el primer medio siglo de la primera etapa del golpe de Estado cívico militar en Uruguay, que instauró una dictadura liberticida que asoló al país durante 12 oscuros años de represión, tortura, aberrantes asesinatos, desapariciones, exilios y rígida censura de prensa.

Antes, en noviembre de 1971, el latifundista Juan María Bordaberry, delfín del autoritario gobernante colorado Jorge Pacheco Areco, había ganado unas elecciones escandalosamente fraudulentas, impugnadas sin éxito por el Partido Nacional, culminando un ciclo de dramático deterioro institucional.

Ulteriormente, en julio de 1972, los partidos tradicionales sancionaron la Ley de Seguridad del Estado, que entregó virtualmente el poder a los militares y les otorgó impunidad para encarcelar y reprimir a adherentes de izquierda, luchadores sociales y sindicalistas, quienes eran condenados por la justicia castrense.

Esa fue realmente la fase inicial de la ruptura institucional, que prosiguió con la asonada del Ejército y la Fuerza Aérea contra Bordaberry en febrero de 1973, en abierto desacato y desconocimiento de la autoridad del general Antonio Francese como ministro de Defensa Nacional. Solo la Armada, cuyos efectivos se atrincheraron en la Ciudad Vieja, permaneció leal al presidente.

El propio Bordaberry convocó a los uruguayos a apoyarlo y a manifestar su adhesión a las instituciones, pero apenas una veintena de personas acudieron al pedido y se instalaron frente al Palacio Estévez en la plaza Independencia, por entonces la sede de la Presidencia. Esa ausencia constituyó un contundente testimonio de la soledad de un mandatario autoritario, de nulos valores democráticos, pusilánime y carente de apoyo ciudadano.

El 9 de febrero, los mandos de ambas armas tomaron el control de emisoras de radio, desde donde difundieron sus demandas en los polémicos comunicados 4 y 7 -el segundo le enmendaba la plana al primero-, que contenían proclamas presuntamente progresistas de inspiración peruanista, en alusión al general izquierdista peruano Juan Velazco Alvarado.

Aunque casi todo el arco político, con el caudillo blanco Wilson Ferreira Aldunate a la cabeza, demandaba la renuncia de Bordaberry, el contenido de las proclamas dividió a la clase política, entre el rechazo, el silencio y la tímida adhesión.

En ese contexto, algunos miembros de la izquierda y del movimiento sindical fueron seducidos por los cantos de sirena de los taimados militares, lo cual fue un apresurado error de interpretación.

En efecto, esos documentos, que tenían un explícito tinte anticomunista, fueron realmente un cangrejo debajo de la piedra que ocultaba los verdaderos propósitos de los insurrectos. Sin embargo, esa tímida reacción -que no fue de apoyo- le permitió a la derecha blanca y colorada armar un relato y acusar a las fuerzas progresistas de golpistas.

El tiempo corroboró quiénes fueron los verdaderos cómplices de esa ruptura institucional prooligárquica y proimperialista, fraguada por la CIA y la Casa Blanca y cocinada en los cuarteles por los militares nutridos de la doctrina de la seguridad nacional mamada en la Escuela de las Américas: la oligarquía entreguista, los sectores más reaccionarios de los partidos tradicionales y, obviamente, la institución castrense, que fungió como guardia pretoriana de los intereses de la clase dominante.

En marzo de 1973, se consagró una nueva fase del golpe de Estado, con la firma del denominado pacto de Boisso Lanza, rubricado en la base aérea homóloga, que entregó definitivamente el poder a los militares, con la creación del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), que otorgó a los mandos injerencia casi excluyente en todas las decisiones de un gobierno que devino títere y furgón de cola de los latorritos (en alusión al dictador Lorenzo Latorre), al decir del senador batllista Amílcar Vasconcellos.

Obviamente, en la madrugada del 27 de junio de 1973 se concretó la última etapa de la ruptura institucional, con la disolución del Parlamento Nacional, firmada por Bordaberry y apoyada por las Fuerzas Armadas, que tomaron por asalto un desierto Palacio Legislativo, con tanquetas y armamento de combate.

Luego, la historia es conocida: se instauró un gobierno terrorista cívico militar, con participación de connotados referentes de la derecha política, como el nacionalista Martín Recaredo Etchegoyen, que presidió el Consejo de Estado que usurpó las funciones del Poder Legislativo, el colorado Alberto Demichelli, quien encabezó también ese cuerpo y luego sustituyó interinamente durante un año al destituido Bordaberry en la presidencia y el también blanco Aparicio Méndez -dos veces ministro de gobiernos colegiados nacionalistas-, que enfundó la banda presidencial entre 1976 y 1981.

Obviamente no fueron los únicos derechistas que colaboraron con el gobierno autoritario. Otros ocuparon ministerios, intendencias y altos cargos en las empresas públicas.

Derrotada la guerrilla en 1972, el soterrado pretexto para tomar el poder bajo la égida del imperialismo estadounidense fue abortar el inexorable avance de la izquierda e impedir en 1976 la elección como presidente del caudillo blanco Wilson Ferreira Aldunate, que ostentaba ideas progresistas.

Todos estos episodios, que están documentados para que no quede la menor duda de la verdad, demuestran que la izquierda, a la que se acusa infundadamente de complicidad con los militares, fue el blanco predilecto de la represión, la tortura y el asesinato ejecutado por los monstruos que gobernaron para los intereses de la clase dominante, con los auspicios de la Casa Blanca y el Pentágono y en coordinación con otras dictaduras de la región.

Cincuenta años después de estos luctuosos acontecimientos, la derecha mantiene enhiesto su discurso mentiroso, con el propósito de lavar sus propias culpas y responsabilidades.

Incluso, le pusieron la frutilla a la torta cuando votaron la ley de impunidad en diciembre de 1986, que perdonó los aberrantes crímenes perpetrados por los militares durante la dictadura. Empero, por más que se empeñen en tergiversar lo sucedido, las pruebas que los inculpan son contundentes.

¿Cuántos blancos o colorados fueron asesinados durante la dictadura? Solo Héctor Gutiérrez Ruiz, ultimado en 1976 junto a Zelmar Michelini, en el marco del Plan Cóndor. Las víctimas fueron casi todas opositores de izquierda, militantes y sindicalistas, supliciados, torturados y asesinados impunemente.

Como en otros casos, incluyendo las falacias contemporáneas de este corrupto engendro multicolor, la historia condenará a los cómplices y los mentirosos, que en la Divina Comedia del poeta florentino Dante Alighieri estaban confinados en el octavo círculo del infierno.

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