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Sociedad libertad | Fossati | Astesiano

La denuncia de Fossati

Grosero atentado contra la libertad de expresión

Como en otros tiempos espeluznantes de nuestra historia, lo que aquí está en juego es nada menos que la libertad.

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Caras y Caretas Diario

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No satisfecha con aplicar una sanción punitiva al delincuente Alejandro Astesiano extremadamente insulsa y con ignorar una montaña de pruebas, la fiscal Gabriela Fossati -que insólitamente investiga a Sergio Leal por presunto “encubrimiento” con relación a la reunión que este mantuvo con el padre del excustodio preso-pasó a la ofensiva de la peor manera: atacando la libertad de expresión.

Ahora, sienta en el banquillo de los acusados a quienes criticaron su decisión, se manifiesta ofendida por los cuestionamientos a su accionar y herida en su honor, revelando una mentalidad propia de tiempos pretéritos.

Además de denunciar por “difamación” e “injurias” al presidente del Frente Amplio, Fernando Pereira, hace lo propio con el director de Caras y Caretas, en un burdo desconocimiento del derecho y el deber de un medio a informar y emitir opinión. Como en otros tiempos espeluznantes de nuestra historia, lo que aquí está en juego es nada menos que la libertad.

La magistrada debería repasar muy bien el artículo 29 de la Constitución de la República (sección II-deberes y garantías), que establece, a texto expreso lo siguiente: “Es enteramente libre en toda materia la comunicación de pensamientos por palabras, escritos privados o publicados en la prensa, o por cualquier otra forma de divulgación, sin necesidad de previa censura; quedando responsable el autor y, en su caso, el impresor o emisor, con arreglo a la ley por los abusos que cometieren”.

El precepto constitucional, que es naturalmente garantista, es bien claro en torno a su alcance. En este caso, la única cortapisa es que el difusor o emisor debe hacerse responsable por sus dichos y, eventualmente, enfrentar las consecuencias legales emergentes.

Empero, la palabra abuso, que sería eventualmente la materia punible, es realmente muy ambigua. Es decir, ¿qué es realmente un abuso y hasta dónde se puede llegar sin ofender la dignidad de la persona? Como es notorio, la ofensa, aunque pueda ser una actitud interpretada como ofensiva, no es un delito. Así de claro.

Los otros conceptos son los relativos a la difamación y la injuria, que están previstas en el artículo 33 del Código Penal: “El que ante varias personas reunidas o separadas, pero de tal manera que pueda difundirse la versión, le atribuyere a una persona un hecho determinado, que si fuere cierto, pudiera dar lugar contra ella a un procedimiento penal o disciplinario, o exponerla al odio o al desprecio público, será castigado con pena de cuatro meses de prisión a tres años de penitenciaría o 80 UR (ochenta unidades reajustables) a 800 UR (ochocientas unidades reajustables) de multa”.

En la propia redacción de la norma -que también admite una doble lectura- reside la clave del problema. Lo publicado en Caras y Caretas no encuadra en modo alguno en esta definición, ya que no se atribuye ni se le acusa a la fiscal por la comisión de ningún acto reñido con el derecho y menos aun de un delito.

A lo sumo se califica la actitud de la fiscal al aplicar a Astesiano una sanción penal extremadamente tibia, de “falta de coraje” o eventualmente “cobardía”. ¿Es realmente un delito afirmar que alguien no tiene coraje o incurre en una actitud de cobardía? Obviamente, aunque caiga pesado, no.

En otro tiempos no tan pretéritos, un contencioso de esta naturaleza se hubiera dirimido en el campo del “honor”, es decir, con un duelo, como el que protagonizaron el 2 de abril de 1920 el dos veces presidente de la República colorado José Batlle y Ordóñez y el nacionalista Washington Beltrán. Lamentablemente, dicho lance a pistola culminó con la muerte del dirigente blanco.

Más acá en el tiempo, en los oscuros años sesenta y setenta, hubo por lo menos otros cuatro lances “caballerescos”, que enfrentaron al batllista Manuel Flores Mora con sus correligionarios Jorge Batlle y Julio María Sanguinetti y el que protagonizaron el fundador del Frente Amplio, Liber Seregni, con su colega militar Pedro Ribas. Aunque fue menos notorio, también se enfrentaron en el campo del honor o el deshonor, el exministro de Defensa Nacional del gobierno autoritario de Jorge Pacheco Areco, el brigadier Danilo Sena, con el político frentista Enrique Erro.

Esas fueron las últimas pulsiones del Uruguay de la barbarie instalada en el siglo XX, hasta que, recién en 1992, fue finalmente derogada la ley que avalaba estas prácticas censurables.

Ahora, los conflictos que otrora podían derivar en hechos de sangre, se ventilan en los estrados judiciales, con la posibilidad que una disculpa pueda zanjar el tema y el ofendido se dé por satisfecho.

¿Por qué la fiscal Gabriela Fossati se siente agraviada, luego de haber confesado que eligió el camino más corto del juicio abreviado por razones de conveniencia, alegando burdos argumentos de falta de recursos, de tiempo y de colaboración de la Policía?

La brillante columna escrita por nuestro director Alberto Grille recuerda claramente que Fossati, cuando comenzó este proceso, confesó, sin rubor, que nadie podía esperar que se sacrificara para responsabilizar a quienes quieren ocultar las irregularidades, los delitos y los excesos al amparo del poder. A confesión de parte, relevo de pruebas.

Aunque me ahorro los adjetivos que me inspiran esas palabras, ¿puede seguir ejerciendo su trabajo una magistrada que no está dispuesta a ir hasta las últimas consecuencias? En realidad, con estas palabras ella estaba admitiendo, a priori, que no se arriesgaría a darse de narices contra el gobierno.

¿Temía una represalia contra ella si investigaba hasta el hueso, en momentos en que la derecha está pergeñando un maquiavélico plan -concretamente un triunvirato como cabeza de la Fiscalía- para politizarla y para horadar su independencia?

Esa pregunta solo puede responderla Fossati, quien, desde el comienzo, se sintió incómoda con asumir la investigación de esta escandalosa causa de corrupción. No en vano, solicitó traslado a otra sede. Quería sacar el pie del lazo, porque sabía que no podía ir hasta el fondo.

¿Por qué era consciente que estaba limitada en su capacidad de investigar? Si tenía claro que la Policía no colaboraba porque estaba amparando a delincuentes, debió haber hecho valer su autoridad, que legalmente se supone tiene.

Ahora, la magistrada descarga todas sus frustraciones contra Caras y Caretas, seguramente para mejorar su autoestima, degradada por un proceso judicial desgastante y salpicado de presiones y omisiones. Con esa actitud -que tiene una fuerte pestilencia a censura e intimidación- vulnera un derecho elemental: el sagrado derecho a informar y a opinar, que solo fue conculcado en el pasado por el gobierno autoritario del colorado Jorge Pacheco Areco y por la dictadura liberticida, que creó un Ministerio de Justicia para amordazar al Poder Judicial.

Por Hugo Acevedo

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