Uruguay reúne varias variables
Uruguay es uno de los países más envejecidos de América Latina, con altos niveles de hogares unipersonales en Montevideo y el área metropolitana. La soledad no deseada, aunque menos visible que en Europa, es una realidad silenciosa que los equipos de salud, los trabajadores sociales y las mutualistas conocen de primera mano. A veces no llega en forma de titular, sino como depresión, abandono de tratamientos o deterioro acelerado.
En Europa, algunos Estados reaccionaron. Países Bajos impulsó una campaña nacional tras hallar a una mujer muerta una década después. En Francia, organizaciones como Petits Frères des Pauvres piden identificar a los mayores aislados y activar redes de barrio. En Japón, empresas de servicios —agua, luz, gas— informan consumos anómalos para disparar alertas tempranas. No es vigilancia: es cuidado.
Las investigaciones en Reino Unido agregan otra capa. Mientras descienden las muertes por causas tradicionales, aumentan las clasificadas como “indefinidas” por descomposición avanzada, un indicador indirecto de fallecimientos en aislamiento prolongado. Morir solo no siempre es morir en soledad, recuerdan los expertos; la diferencia está en si hubo vínculos presentes o ausentes. El problema que crece es el segundo.
¿Qué puede hacer Uruguay antes de que los casos se vuelvan extremos? Cruzar datos de salud y asistencia social para detectar aislamientos persistentes; fortalecer programas de acompañamiento domiciliario; capacitar a comerciantes, carteros y personal de servicios para reconocer señales de alarma; y revalorizar la vecindad como primera línea de cuidado.
La “maldición japonesa” no es un exotismo lejano. Es el nombre incómodo de una crisis mundial. La pregunta ya no es si llegará, sino si Uruguay la enfrentará con políticas, comunidad y presencia, o si esperará a descubrirla —demasiado tarde— detrás de una puerta cerrada.