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Tiempos de catástrofe

Por Marcia Collazo.

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Parece un mal sueño, pero no. La pandemia de Covid-19 sigue trastocando el mundo y sus territorios adyacentes. Me refiero no solamente a las cuestiones visibles como el aislamiento, el cierre de establecimientos, la suspensión de toda la vida social, económica, social y política. Eso ya de por sí es notorio y grave. Hablo de algo más, que no se visualiza tan fácilmente, y pasa por la cabeza y el corazón de la gente.

El aislamiento despierta fantasmas y agita monstruos. Recuerdo que, estando en Córdoba, España, me tocó dormir en una habitación singular. Una de sus paredes formaba parte de una muralla romana del siglo III d.C. Sí, así de insólito. Esas cosas solo pueden pasar en tierras que, por los avatares del destino humano, poseen una historia acumulada por lo menos durante 2.000 o 3.000 años. Ellos se acostumbran a convivir con esa historia, como nosotros a comer de seis a diez veces más carne al año que un europeo medio. Pero así como un europeo medio se podría indigestar con las porciones de asado que nosotros devoramos en un domingo cualquiera, yo padecí pesadillas y delirios bastante horrorosos durante la primera noche en aquella habitación, de frente a la muralla romana. Me recuperé en pocas horas, pero ya no pude desprenderme de esa sensación de agobio, en ocasiones maravillado y en ocasiones espantado, ante el peso brutal de la historia, y ante el alud de significaciones que esa historia conlleva.

Ahora que todos los humanos sufrimos de una pandemia no solamente viral sino también anímica, de un desorden moral que nos lleva de la tristeza a la desesperación, y de la desesperación a una calma demasiado parecida a la resignación, ahora es cuando recuerdo la muralla romana y me pregunto por todas y cada una de las pestes infernales que azotaron a Europa, en especial durante la Edad Media. Pero si el sufrimiento y la muerte fueron enormes, enorme fue también la enseñanza que esas pestes dejaron.

Los aportes de la filosofía, de la ciencia y de la literatura están ahí como evidencia. Para mencionar un primer ejemplo, el de Shakespeare, es interesante recordar que la propia reina Isabel I padeció viruela -una de las pestes más temibles, junto con la sífilis, el tifus y la malaria- a los 29 años. Se salvó solo porque era la reina, pero su rostro quedó tan desfigurado que llevaba siempre un pesado maquillaje hecho de carbonato de plomo y de huevo. También parece que se quedó pelada, o casi.

Shakespeare, contemporáneo de Isabel I, quedó tan impresionado por semejantes epidemias, que las plasmó más de una vez en su obra. A él, como a los artistas de hoy, le tocó muchas veces presenciar el cierre de los teatros y la suspensión de todas las actividades culturales, con la consiguiente ruina de su ya menguada economía. La violencia más descarnada, cotidiana y naturalizada, está presente en su literatura. Asombra el refinamiento y el portento de imaginación al que podían llegar sus contemporáneos en materia de abuso, de destrato en todas sus formas y de autoritarismo casi demencial.

En El rey Lear, una de las más famosas obras del dramaturgo inglés (escrita precisamente durante la epidemia de peste bubónica), el personaje principal le dice a su propia hija: “Eres un tumor, una úlcera pestífera, un hinchado carbunclo en mi sangre corrompida”. Esto no es nada. No sé si los lectores se acuerdan de Romeo y Julieta. En la obra, ella toma una droga misteriosa que le suministra Fray Lorenzo: “Y en esta simulación de muerte permanecerás cuarenta y dos horas, y despertarás luego como de un sueño plácido”. Pero había un problema. Romeo debía ser avisado del ardid, ya que de lo contrario creería muerta a Julieta. Para ponerlo sobre aviso, Fray Lorenzo le envía una carta… que nunca llega a destino. ¿Por qué? Por culpa de una cuarentena. Así lo dice Fray Juan, que debía hacer entrega de la carta a Romeo: «Por sospechas de que ambos (él y otro hermano de la orden) habíamos estado en una casa donde reinaba la peste, sellaron las puertas y no nos dejaron salir». ¿Quién llevó entonces la carta a su destinatario? Nadie. «No la pude mandar ni pude hallar mensajero alguno para traerla, tal temor tenían todos a contagiarse», concluye el fraile, triste y abatido.

Las sociedades que caen bajo una plaga se transforman. Aflora en ellas, no necesariamente lo peor, pero sí aquello que nadie suponía albergar en su interior. El poder transformador de una plaga fue bien advertido por otros escritores, pensadores y filósofos. Bocaccio, autor del Decamerón, fue uno de los testigos presenciales de la gran epidemia de peste negra de 1347, que asoló a Europa y a buena parte de Asia, y plasmó en su obra el sentimiento de la salvación a todo trance, o lo que él llama la “natural tendencia de todo el que nace, de conservar y defender su vida como pueda”.

Por esa misma época, dice Guy de Chauliac, médico del papa Clemente VI, que “el padre no visitaba al hijo ni el hijo al padre. La caridad estaba muerta y la esperanza hecha añicos”. El médico argentino Guillermo Rawson dijo, durante la epidemia de fiebre amarilla de Buenos Aires en 1871, algo de similar horror: “Yo he visto al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano; y eso está en la naturaleza humana”.

Me parece, sin embargo, que no todo está perdido. Que la naturaleza humana no siempre se compone de lo peor y lo más desalmado de nuestra condición animal. Que en la actual pandemia, por lo menos, ni la caridad ni la esperanza han muerto. Que la tecnología digital, cuyos males tanto hemos puesto de relieve (porque los tiene, y muchos), ha contribuido, a pesar de todo, en esta hora, a mantenernos conectados y organizados, más o menos contenidos y más o menos calmados. Que los avances científicos han contribuido también a reducir la incertidumbre, por lo menos en términos globales. Que el caos desatado por anteriores pandemias, en cuanto a huidas en masa, contagios indiscriminados y desatención de enfermos, de niños y de ancianos, no se ha verificado actualmente, y este no es un dato menor, frente a quienes hablan del fin del mundo y del castigo del universo contra la especie humana.

Estos datos, de verdadera importancia, deberían acaso impulsarnos no solamente para ser un poco menos egoístas e irresponsables de hoy en adelante, sino ante todo para sostener la esperanza a impulsos de reflexión y de producción pensante. Es posible que más de una obra de enjundia, en el campo de la filosofía, de la literatura o de la ciencia, aparezca sobre la Tierra gracias a la obligada cuarentena mundial. Es posible que alguien, en este instante, la esté escribiendo. Yo creo que aparecerá, que nos sacudirá en nuestras zonas golpeadas, para infundirnos ánimo y enseñanza, para ayudarnos a mejor vivir de cara a las nuevas generaciones y a los infinitos desafíos que supone la existencia, y que dentro de algunos siglos, alguien más la leerá en tiempos de catástrofe.

 

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