Una novela verdaderamente profética es la que pudo haberse escrito -y en realidad, alguna que otra se escribió- sobre el famoso general Custer y su esposa, la aristocrática y espantada Libbie. Después del relativo alivio que le deparó al mundo el gobierno de Barack Obama -por lo menos desde el punto de vista de la discriminación étnica- cayó sobre el planeta el alud Trump, con un look que recuerda demasiado al de Custer. También el general era ostentoso, provocador, insolente y dogmático. También él amaba los rizos, los bucles vaporosos, las poses destinadas a llamar la atención, las miradas despectivas, los golpes de efecto.
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El trágico final del general Custer se debió, según los historiadores, a su orgullo, necedad, ansia de gloria y franca temeridad. Guerreó largamente contra los sioux, cheyennes y arapajos, y en esas peleas fue ganando palmo a palmo de territorio “blanco” y ampliando así las fronteras del lejano oeste, pero tuvo notoria mala suerte. Fue muerto en la mítica batalla de Little Bighorn, y su Séptimo de Caballería fue destrozado. Le arrancaron la adornada cabellera y le clavaron una flecha en sus partes íntimas. Supongo que Trump conocerá bastante bien esa historia y alguna influencia le habrá quedado.
A Libbie Custer no le tocó, por cierto, un destino fácil. Tuvo que vérselas con los indios de los que para su desgracia estaba lleno en ese entonces el territorio de Estados Unidos. Andaban, para colmo, indómitos y sueltos, belicosos y desconfiados. Su esposo la obligaba a acompañarlo en sus recorridas por algunos poblados indios e incluso la hizo participar en un consejo de jefes indígenas, en el que estaba prohibida la presencia de mujeres. A ella todo esto le producía profundo asco y así se encargó de plasmarlo en sus memorias. Narra de qué modo él doblegaba su voluntad para exhibirla, como una especie de emblema de raza superior, frente a aquellos indios que tanto miedo le causaban.
Con sus enormes faldas de seda, llenas de lazos y de pliegues, Libbie recorría las filas de los niños y de las mujeres prisioneros tapándose la nariz con un pañuelo, debido al mal olor que desprendían sus cuerpos. Procuraba no acercarse demasiado. Creía que escondían cuchillos y que se iban a abalanzar sobre ella en el momento menos pensado. Pero lo que no sabía o no quería saber era que la doble moral de su marido alcanzaba para todo. A Custer, a diferencia de su mujer, no todos los indios le repugnaban. Tenía una amante de alcurnia, hija de un cacique cheyenne, no obstante lo cual había dado una orden terminante a sus propios soldados. Si Libbie llegaba a caer en manos de los indios, fuera cual fuera la circunstancia, ellos debían disparar inmediatamente, no contra los pieles rojas, sino contra la dama.
Ella misma lo cuenta en sus memorias, no con orgullo, sino más bien con cierta exasperación de fastidio mal disimulado, ya que -según agrega- vivía angustiada ante la sola idea del continuo peligro a que su propio marido la exponía. Es de suponerse que a Libbie le habrá parecido correcta la medida de que los soldados la eliminaran a tiempo, antes de su caída en las garras de los indios, ya que el destino que podía esperarle sería, en sus propias palabras, mil veces peor que la muerte. Era costumbre, por otra parte, que todo soldado veterano se guardara la última bala para sí mismo.
Lo que fascina de este relato no es tanto el sabor a western que se desprende de él, sino la idea de que generaciones enteras de niños estadounidenses, desde los tiempos del general Custer hasta nuestros días, han sido educados de manera sistemática en el horror y en el desprecio absoluto hacia el indio primero, hacia el negro, un poco más tarde, y hacia el latino o hispano después. Yo misma llegué a presenciar, durante una breve estadía en casa de una familia de uruguayos, en Nueva Jersey, de qué manera los propios latinos se burlaban de sí mismos, acaso sin darse cuenta.
Un mexicano decía de un colombiano, con desprecio: “Estos hispanos no sirven para nada”. Un ecuatoriano exclamó, entre risas, al ver pasar una familia entera de negros: “¡Se hizo la noche!”, un chiste que me dejó helada de asombro y doblemente avergonzada, ya que fue proferido en presencia de mi hijo, que era un adolescente por entonces. Si así están las cosas entre los oprimidos, en lo que a estigmatización y a discriminación se refiere, ¿qué dejaremos para los estadounidenses más o menos originarios, los herederos de la sangre inglesa, holandesa e irlandesa?
Estoy hablando de esos rojos hijos de la rubia Albión que, según palabras de Rubén Darío, “son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los bárbaros… y los he visto a esos yankees, en sus abrumadoras ciudades de hierro y piedra, y las horas que entre ellos he vivido las he pasado con una vaga angustia… comen, comen, calculan, beben whisky y hacen millones. Cantan ‘Home, sweet home’ y su hogar es una cuenta corriente, un banjo, un negro y una pipa”. Esto lo dijo el poeta nicaragüense en 1898 y es como si acabara de decirlo, después de que uno ha visto por televisión el último exabrupto del coloradote Trump. A la cuenta corriente podríamos agregar el antiguo y verde horizonte de las grandes llanuras de los pieles rojas, dominio de los legendarios jefes Caballo Loco y Toro Sentado.
Parece que en sus últimos días, Elizabeth Bacon Custer, la viuda del célebre general, llegó a darles la razón a los indios. Habían hecho lo correcto, al menos desde el punto de vista de ellos, al matar a su esposo. De los 91 de su existencia, Libbie pasó 57 en estado de viudedad. Fue, en cierto modo, la viuda de América, la encarnación viviente de lo que pudiera quedar del héroe mítico. Se convirtió en escritora y oradora, fue recibida por la reina de Inglaterra y viajó a la India. Hizo bien. Custer no le dejó otra cosa que un montón de deudas, un largo sobresalto y un par de botas que ella donó al Museo de Historia de Kansas. Pero la pregunta inquietante retorna una y otra vez. ¿Mantiene el estadounidense actual la mentalidad de los aguerridos veteranos de Custer? Parece evidente que sí.
Los principales analistas políticos coinciden en sostener que Trump ganó las elecciones porque supo echar fuego al odio étnico contra los inmigrantes y los diferentes, en especial contra los mexicanos. Repasemos a vuelo de pájaro las principales medidas que tomó en este sentido. Prometió primero construir un alto y hermoso muro en la frontera sur de su país para frenar el avance de los inmigrantes ilegales, y fue aplaudido por los republicanos.
Apenas una semana después de asumir su cargo, Trump suspendió el programa de admisión a refugiados e impuso el límite de 50.000 al año, y esto ocurrió en momentos en que más de 20 millones de personas huían de su tierra debido a la guerra y otras calamidades. Practicó también la discriminación religiosa contra personas provenientes de varios países musulmanes: Irán, Siria, Libia, Somalia, Sudán y Yemen, y esto por no abundar en las cacerías de inmigrantes y la internación de los niños en jaulas especiales.
¿Se le habrá olvidado la cuestión de los indígenas, habida cuenta de que los días del general Custer parecen haber quedado en el pasado? De ningún modo. Trump está promoviendo la construcción de un oleoducto que atraviesa las tierras de la tribu sioux de Standing Rock, sitio pleno de enterramientos sagrados. Caballo Loco, el carismático jefe sioux, vivió entre 1840 y 1877. Hoy, Wanbli Mani, de 47 años, miembro de la etnia Lakota, parece haber recogido su bandera. Está de pie cerca de una fogata, el “fuego sagrado”, junto a miles de personas, para impedir la construcción de ese oleoducto de casi 1.900 kilómetros. La historia avanza en espiral, y vuelve a pasar por los mismos lugares, pero con una condición: que los pueblos sean lo bastante irresponsables como para perder la memoria.