Puede decirse, a riesgo de caer en reducciones un tanto groseras, que dicho concepto tiene su origen en el denominado “a priori” antropológico de Kant (“todo conocimiento que quiere sostenerse, proclama por sí mismo, a priori, su voluntad de ser tenido por absolutamente necesario”) por el cual el sujeto, con independencia de cualquier experiencia, es capaz de mirarse a sí mismo como valioso.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Esta atribución de valor implica para Roig un recomienzo constante de la filosofía, y por ende una esperanza de transformación para cualquier ser o comunidad humana, al contrario de lo que sostiene Hegel (la filosofía, y por ende la sabiduría, llega demasiado tarde a los pueblos: el búho de Minerva alza el vuelo al anochecer, es decir, a la hora de la decadencia de las culturas). Roig se rebela contra semejante conclusión, pues ¿qué sería de esta pobre y castigada humanidad si lográramos reaccionar, que de eso se trata, tan sólo a la hora de nuestra decadencia? Por eso para el filósofo tucumano, el búho de Minerva agita sus alas al amanecer y no a la hora del crepúsculo. En ese amanecer de los pueblos, una y otra vez recomienza la historia; no está muerta ni enterrada, ni olvidada ni clausurada para siempre jamás, sino puesta ahí, delante de nuestros ojos, para que demos un paso hacia ella. En ese amanecer nos reconocemos a nosotros mismos como sujetos dignos de conocimiento, es decir de preguntas que exigen una respuesta, insertados en un devenir histórico, metidos de lleno en una circunstancia que es preciso asumir hoy y no mañana. ¿Cómo vincular semejantes conceptos al pensamiento de José Artigas? Empezaría por lo que considero obvio. Nadie hace una revolución cuando ya el escenario ha quedado vacío y cuando el último en marcharse ha apagado la luz. Nadie se alza en armas sobre un páramo de muertos. Por el contrario: toda revolución (entendiendo por tal a aquella de auténtica raíz popular) enarbola un deseo de vida buena y un anhelo de justicia impostergable. Y un recuerdo, un mandato, una promesa y una utopía.
José Artigas expresó sus ideas a través de su acción y de su verbo. Antes y después de la revolución se calló fervorosamente, pero mientras la llevó a cabo escribió miles de documentos, oficios y cartas. Destacan entre ellos, la Proclama de Mercedes, la oración inaugural al Congreso de Abril, las Instrucciones del año XIII y el Reglamento de Tierras de 1815. Estos importantes documentos históricos recogen los conceptos de libertad, soberanía popular, igualdad y justicia social. En cada circunstancia en que los orientales se expresaron a través de alzamientos armados y fórmulas políticas, dejaron en evidencia sus elecciones vitales (o sea, se pusieron a sí mismos como valiosos) y su autonomía, que obtienen ya en 1811, por medio del contrato social de Rousseau, encarnado en las múltiples instancias colectivas que les tocó vivir (entre ellas, las asambleas orientales y el éxodo).
Desde entonces comienza a surgir el corpus ideológico de la Revolución Oriental, cimentado, como afirma Gross Espiell, en 1812, afirmado y definido integralmente en 1813, y extendido hacia la cuestión social (que ni antes ni después volvería a formularse con semejante énfasis y claridad) en 1815. Se trata del “nosotros” elaborado por un pueblo o una comunidad en armas, que configuró de manera implícita, en la rotundidad inapelable de los hechos, esa frase inspirada que un día hará suya cierta corriente de la filosofía de la liberación, y que hasta el propio papa Francisco tomó en 2020: “O nos salvamos todos o no se salva nadie”. Piénsese en el éxodo y se comprenderá su alcance. En ese marco Artigas aparece como el mayor intérprete de un nosotros verdaderamente fundante, y lo hace desde el comienzo hasta el final de su obra pública (1811-1820). El jefe de los Orientales y su pueblo fueron la expresión casi escandalosa de una realidad que nadie quería ver y de una ética que se extiende mucho más allá de su improbable derrota. Ya en la proclama de Mercedes, primera arenga revolucionaria realizada en suelo oriental, dice: “Unión, caros compatriotas, y estad seguros de la victoria… A la empresa, compatriotas, que el triunfo es nuestro; vencer o morir sea nuestra cifra; y tiemblen, tiemblen esos tiranos de haber excitado vuestro enojo, sin advertir que los americanos del Sud están dispuestos a defender su patria, y a morir antes con honor, que vivir con ignominia en afrentoso cautiverio”.
Ninguno de los orientales de entonces era filósofo, sacando acaso al padre Larrañaga y al sacerdote Monterroso, quien pronto sería calificado de apóstata. Pero todos, desde el primero al último, obraron en los hechos con esa voluntad que Arturo Andrés Roig postula como la necesidad de conocerse, en tanto ser humano, hacedor del destino propio, forjador de liberación, latinoamericano, centro y fundamento de la existencia, que es siempre la una y la única oportunidad que cada quien recibe, en este mundo, para hacer o para no hacer algo relativo a su propia condición. El fundamento de todo conocimiento posible, llevado de la teoría a la práctica, implica (de nuevo de la mano de Hegel) tener en cuenta las categorías de pueblo y mundo. No somos solamente individuos aislados, sino sujetos insertos en una pluralidad. Así para Roig no se trata de un “yo”, sino de un “nosotros”, pero no como una agrupación o aglomeración cualesquiera, sino como un cuerpo social dotado de rumbo, voluntad, objetivos y valores especiales y específicos, articulado en los procesos contradictorios y diversos de las relaciones sociales, por medio de las cuales aflora ese “nosotros” como razón de lucha y como identidad compartida.
Tomo, en relación a esto, un fragmento de la Oración Inaugural del Congreso de Tres Cruces, celebrado “delante de Montevideo”, el 4 de abril de 1813, sobre el que invito a reflexionar a los lectores. Allí dijo Artigas: “Ciudadanos: el resultado de la campaña pasada me puso al frente de vosotros por el voto sagrado de vuestra voluntad general. Hemos corrido 17 meses cubiertos de la gloria y la miseria, y tengo la honra de volver a hablaros en la segunda vez que hacéis uso de vuestra soberanía. En ese período yo creo que el resultado correspondía a vuestros designios grandes. El formará la admiración de las edades. Los portugueses no son los señores de nuestro territorio. De nada habrían servido nuestros trabajos si no fuesen marcados con la energía y constancia y no tuviesen por guía los principios inviolables del sistema que hizo su objeto. Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana. Vosotros estáis en el pleno goce de vuestros derechos: ved ahí el fruto de mis ansias y desvelos y ved ahí también todo el premio de mi afán. Ahora en vosotros está él conservarlo. Yo tengo la satisfacción honrosa de presentar de nuevo mis sacrificios y desvelos, si gustáis hacerlo estable”.