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Columna destacada | fiestas | año | capitalismo

Fin de año

El lado oscuro de las fiestas

Si las fiestas tradicionales nacieron de alguna sana y edificante intención moral, esa intención ha quedado muy lejos.

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“El fin de año huele a compras / enhorabuenas y postales / con votos de renovación”, canta Silvio Rodríguez. “Y yo que sé del otro mundo / que pide vida en los portales / me doy a hacer una canción”.

Este final de calendario en el que ciframos tantas y tantas ilusiones, es el momento propicio, largamente esperado, en el que se ceban hasta el fondo los comerciantes del mundo entero, esos que nunca pierden y que viven, ellos también, de venturosos deseos, de fervientes anhelos de felicidad, de candorosas esperanzas. Pues han sabido hacer dinero a partir de todo eso, desde siempre, acaso desde la noche en que nació Jesús. Después, claro está, desarrollaron su arte, y lo seguirán haciendo, cómo no, en la medida que nuestra humana estulticia lo permita.

Si las fiestas tradicionales nacieron de alguna sana y edificante intención moral (la gloria para el pobre, la denuncia para el rico, la expulsión de los mercaderes del templo), esa intención ha quedado muy lejos. Hoy son el símbolo rampante de la codicia, la manipulación más burda, la prostitución de lo sagrado. Nunca, en el resto de sus hojas, el calendario habrá anotado una cifra tan desmesurada de gastos como en las malhadadas fiestas tradicionales. Digo malhadadas en el sentido más puro del término, pues el espíritu capitalista las ha convertido en todo lo contrario de lo que proclaman: en lugar de paz nos ofrecen inquietudes varias, empezando por la del bolsillo; recelos, inquinas y renacimiento de viejas desavenencias familiares en vez de felicidad; pesares y nostalgias renovadas por los que ya no están entre nosotros, y así podríamos continuar. Lo del bolsillo merece un capítulo aparte.

Las cifras que puede llegar a gastar cualquier familia promedio son realmente escalofriantes, pues a las carnes (que se cobran a precio de perlas de Catar), hay que sumar las verduras y las frutas, los infinitos artículos inventados por la industria para la picada y para los aderezos (que también cuestan, en sí mismos, dos o tres libras esterlinas de oro), las bebidas de todo tipo, que incluyen una enorme variedad de posibilidades en materia de gustos, de inspiraciones, de cócteles y de desenfrenos (a precio, digamos, de diamantes sudafricanos); los postres, que no se limitan a tortas de crema o de chocolate, sino que se extienden a los helados, los panes dulces, los budines, los turrones… y faltan todavía los regalos, y claro, si sumamos todo eso (yo creo que la mayor parte de los uruguayos evitan cuidadosamente hacer esa suma completa, total, hasta sus últimas consecuencias, para no hundirse completamente en el caos), estamos bordeando cifras que provocarían un aullido de pánico.

En suma, tanto del lado material como del espiritual, familiar, social, comunitario, la amargura está acechando, con la ñata pegada al vidrio de nuestra alma. No estoy en contra de la felicidad. Pero no creo que las fiestas tradicionales sean, ni de lejos, el sinónimo de lo feliz. A lo sumo, me quedo con el aspecto humano, único ingrediente por el que vale la pena realizar cualquier actividad de este mundo, y sin pagar una fortuna: la alegría de los momentos compartidos, el reencuentro con personas a quienes no vemos, tal vez, el resto del año; la oportunidad de mimar especialmente a alguien, o de celebrar un nacimiento, una boda, un título; el momento de recordar entre todos a esos entrañables seres que partieron.

Pero, seamos honestos, esos momentos son escasos, o al menos sumamente raros, incluso en ocasión de las fiestas. Apagadas las velas y las luces, concluida la parafernalia de brindis y de cuetes, es poco lo que queda, siempre y cuando no hayan aparecido los (también) tradicionales excesos de todo tipo. Pero falta mencionar todavía el aspecto más oscuro, el de la despiadada desigualdad. Dónde habrá quedado, para creyentes y para no creyentes, la imagen de ese niño dios nacido en la paja de un pesebre, entre mierda de vaca, mugre y frío. ¿Será acaso un invento católico, producto de una mente extraviada? ¿Un delirio de aquellos esenios que ayunaban, de los que Jesús formó parte? No. La metáfora no solamente es y siempre fue real, sino que está instalada entre nosotros.

Hablo de la pobreza, del estado de necesidad en el que viven hoy por hoy miles y miles de uruguayos, un asunto directamente relacionado a las fiestas (recordemos cuán consumistas somos), del que nadie, empezando por el gobierno, quiere hablar (el gobierno, lejos de acordarse de la pobreza para contribuir a remediarla, se dedica a atacarla, acosarla, asediarla, a través de una arremetida casi patoteril contra las ollas populares). ¿Y a los uruguayos de a pie, qué nos sucede? Las fiestas tradicionales suelen anestesiarnos. Si durante todo el año somos más o menos indiferentes o ciegos frente a la realidad de la pobreza, si durante once meses y pico nos comportamos, ya como los monitos de la famosa tríada, que no ven, no oyen y no hablan, ya como francos villanos que desarrollan odio y aversión al pobre y ponen el grito en el cielo a la hora de contribuir a mejorar su suerte; en las fiestas decembrinas esto sucede mucho más. Es como si el mundo se redujera a la familia o al clan propio, ese con el que uno pasará las fiestas (porque el otro, el que pasará en otro lado, ya no interesa tanto, así que, como será la cosa con extraños sin nombre ni apellido). Pero la pobreza está, persiste, aumenta, sigue porfiadamente instalada en la realidad.

Los seres humanos hemos desarrollado a la perfección el arte de disociar la realidad de la ficción, o la verdad del discurso. Basta ver lo que sucede todos los días en la política. La realidad es un asunto difícil, enojoso, molesto, y por eso desarrollamos técnicas para eludirla, negarla, disfrazarla. Una de ellas consiste en echar la culpa de todo a alguien más. Entonces, si llegamos a acordarnos de la pobreza en las fiestas, siquiera durante un brevísimo momento, porque hemos visto, por ejemplo, a un sujeto escarbando en un contenedor, nos sacudimos la idea de inmediato, bajo la sentencia inapelable de que no es asunto nuestro. ¿De veras no es asunto nuestro?

Las cifras son perversas y siguen ahí, acechantes.

Uno. La pobreza ronda actualmente el 10,7% en Uruguay, lo que significa que, de mil personas con las que usted se cruza en un solo día de la semana por la ciudad, 107 no cuentan con el ingreso mínimo, no ya para comprar pan dulce, sidra y asado, sino para cubrir sus necesidades básicas alimentarias y no alimentarias.

Dos. Montevideo es la región donde más se concentra.

Tres. La pobreza tiene manifestaciones concretas y produce males muy graves, que permanecen durante varias generaciones y golpean a la sociedad entera.

Cuatro. Alguna anécdota. En Puntas de Sayago robaron toda la comida y todos los regalos que un club social había guardado para festejar la llegada de Papá Noel (aunque esto, ya lo sé, es un juego de niños al lado de la mafia sentada sobre millones de dólares, que en nuestro propio país es tan perfectamente impune, pero no me quiero ir del tema). Una mujer muy pobre vino a mi casa hace unas semanas a venderme unos artículos. Su hija, de catorce años, golpeó mi puerta pocos días después. Chiquita, de mirada inquieta, parecía mucho menor. Venía con un bebé entre los brazos y dos niños pequeños de la mano. El bebé era de ella. Me contó que lo había internado por desnutrición, porque le daba mamaderas de agua a falta de leche. Los niños eran sus hermanos menores. Traía un libro de cocina, usado pero bastante costoso, que también quería venderme. Me puse a conversar con ella. Me contó que iba a pasar la navidad sola con el bebé y los hermanitos. Nada dijo de la madre y yo no me atreví a indagar. Me salió del alma, eso sí, preguntarle qué iban a comer. Tomates rellenos con arroz y atún, me dijo, muy orgullosa. Ni hablar de regalos, pensé para mis adentros, mientras le daba comida, es decir, limosna.

Cinco. El fantasma de la navidad. En este punto del relato, sale a escena Papá Noel, ese viejo desalmado, emparentado con el Mefistófeles de Goethe, pues horada en tus más íntimos deseos y después intenta vendértelos a cambio de tu alma. Papá Noel, un retorcido invento capitalista -digan lo que digan y ladren lo que ladren los inefables defensores del capitalismo, esos que nunca pasaron hambre-, seguramente no se habrá acordado de esos niños, puesto que no da nada gratis. Pero les tengo una sorpresa (dijera mi abuela): Papá Noel, al final del día, somos todos, pues entre todos lo hemos inventado, o por lo menos avalado. Entre todos, también, deberíamos intentar torcer el rumbo. Tal vez sea llegada la hora de abandonar nuestra desaforada adicción al consumismo. No me refiero a un modelo de renunciamiento o de privación, sino a uno de autonomía, que tampoco es de beneficencia, o sea de limosna.

Como dice el filósofo George Mead, “somos lo que somos por nuestra relación con los otros”. Nadie es espontáneo ni autónomo, porque reproducimos las imágenes, los discursos y las relaciones predominantes en la sociedad en que vivimos. Hay una legitimidad tácita, según la cual es bueno para nosotros seguir así (pobreza incluida), no hay otra alternativa ni otra posibilidad.

El verdadero espíritu de las fiestas debería ser la recuperación de nuestra fuerza en la unión, de nuestro poder en la reflexión compartida, de nuestra salvación en el “nosotros” y no en el “yo”, de nuestra valentía en el afecto reunido. No hablo de política, ni de partido ni de ideología, sino precisamente, de abrir un paréntesis. Y al levantar las copas apostar a la incógnita de lo diferente, de lo plural, de lo transformador, eso que aún no tiene nombre, pero que al menos está por fuera de esa feroz inequidad disfrazada de legitimidad a la que llamamos Estado, orden, mundo conocido, o Papá Noel.

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