Así ha sucedido entre nosotros con las variadas y complejas miradas sobre el ciclo artiguista, o con la cuestión de nuestra independencia. ¿Cuándo nacimos como pueblo oriental? ¿En 1811, con la revolución, o en 1812 durante el Éxodo, o en 1813, con las Instrucciones elevadas a la Asamblea Constituyente de Buenos Aires? ¿O nacimos, acaso, durante las dos primeras asambleas orientales, ambas de 1811? ¿Y qué decir sobre nuestra independencia y surgimiento como Estado? ¿Fue estrictamente en 1830 o comenzó en 1825 con la Cruzada Libertadora, ya el 19 de abril, durante el Desembarco, o con la proclamación de las Tres Leyes de la Florida, en agosto de ese año?
Y así podríamos continuar. Véase que, frente a los referidos “problemas” de datación histórica, nos enfrentamos siempre a más de una variable. Una es, sin duda, la ya aludida interpretación narrativa, o narración a secas, de la que existen los más variopintos ejemplos en la historiografía nacional. La otra es el tiempo. Cualquier reflexión sobre la verdad o lo verosímil en el discurso histórico debe recurrir, forzosamente, al abordaje de ese enigma esencial al que ya se refirió San Agustín de Hipona. De ahí que Ricoeur haya titulado así a una de sus obras trascendentales: Tiempo y narración.
A estas alturas no sería peregrino afirmar, a efectos de ensayar una somera aplicación de la teoría de Ricoeur a nuestras circunstancias, que existe entre los historiadores uruguayos, incluso entre quienes eligieron la fecha de la fundación de Montevideo como el 24 de enero de 1726, una poderosa dosis ficcional, al elaborar un discurso histórico en el que se elige determinada experiencia humana (en este caso, el reparto de los primeros solares a los primeros vecinos registrados) como una narración significativa, destacada con respecto a otras; elección que sin embargo no anula a las restantes experiencias, anteriores y posteriores.
Existen, por supuesto, resistencias a avalar determinadas interpretaciones. Existen también furibundas polémicas entre los historiadores. La Revolución Francesa es un buen ejemplo que ha hecho correr ríos de tinta, casi tantos como los empleados en escribir y en interpretar la Biblia; y seguirá haciéndolo, desde luego. Pero todas esas resistencias y polémicas no son otra cosa que reafirmaciones de lo expresado por Ricoeur. La historia es narración de experiencia temporal viva. A veces esa narración puede causar desilusión, angustia o franca desesperación. A veces puede significar la desolación del mito roto, la sensación de un final, “el cisma y la muerte del deseo que embarga a la sociedad contemporánea”, en palabras del pensador.
Pero de esa manera se configuran los sentidos de este periplo humano en el que nos ha tocado incursionar, erizado de trampas, de traiciones, de batallas y de algunos (pocos, muy pocos) logros iluminados. Yo creo que el nacimiento de un pueblo es un asunto feliz. Aunque plagado de padecimientos, es nuestro nacimiento, y si se nos antoja adherir a tal o cual interpretación, perfectamente legítima y cristalinamente auténtica, para ponernos a celebrar, no hay más que hablar. A celebrar se ha dicho.