“Si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?”, corea la izquierda en sus manifestaciones en donde se reconocen como tribu dominadora. La izquierda se asume como intérprete fiel del “pueblo”, de las grandes mayorías, los trabajadores, los comerciantes, los pequeños y medianos empresarios, incluso la intelectualidad. (Ver Rodney Arismendi). Pero si uno abre la lente y expande la mirada, se complica la explicación.
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Una definición habitual dice que el "pueblo" es "todo grupo de personas que constituyen una comunidad u otro grupo en virtud de una cultura, religión o elemento similar comunes". Esta definición cubre no solo el conjunto de ciudadanos en su totalidad, sino cualquier subsección. Entonces -y eso es clave- aparecen varios “pueblos”. (Desde la derecha o el conservadurismo, se teme a una definición nítida de “pueblo”, aunque en Uruguay el nacionalismo conservador se definía como “popular”. Léanse expresiones de Luis A. de Herrera, Luis Lacalle Herrera y, recientemente, Luis Lacalle Pou al referirse a que la LUC era “justa y popular”. O sea: apropiarse del “pueblo” y no dejárselo a la izquierda).
La idea que propongo es hurgar en ese “pueblo” que hoy representa la coalición multicolor, que está dentro de un “pueblo” más grande y que, contradictoriamente, ese “subpueblo” tiene en su seno a trabajadores y sectores medios que, en la teoría, integran el universo social de la izquierda. Se trata, ni más ni menos, de una “batalla cultural” que los dos bloques -derecha e izquierda- procesan día a día. Ambos, vaya cosas de la vida, leen a Gramsci. Y lo han dicho a texto expreso.
El valor de las palabras
En la anterior columna hablé de “sintonizar” con audiencias (“pueblo” o “pueblos”), con determinadas características, que definen las acciones de los partidos políticos. Desde las élites conservadoras se entiende claramente el desafío. A partir de esa élite, el verbo “sintonizar” busca expresar cierta lógica “civilizatoria” en un universo discursivo y cultural dominado por el vocabulario “progresista”, también civilizatorio, construido durante muchos años.
Esas élites intelectuales conservadoras identifican el “nicho” de “pueblo” desde donde construir poder y conquistar el gobierno. Esos sectores influyentes -van desde dirigentes políticos a empresarios y comunicadores- realizaron una “cartografía emocional y de sensibilidades” y, en función de ello, trabajaron y trabajan. No es un fenómeno nuevo, pero existen herramientas de análisis que permiten ser precisos a la hora del dibujo final. Veamos las palabras, los gestos, los énfasis, la retórica.
- La libertad. Históricamente, esos sectores ponen mayor énfasis en el concepto “libertad” que en el de “justicia”, más afín a las izquierdas. Libertad para trabajar, libertad para que la economía funcione, libertad para asignar recursos desde un mercado libre y abierto, libertad de empresa, libertad. Desde el siglo XIX en Uruguay, se debate sobre los alcances de la “libertad” y, obviamente, aparece la polarización: por un lado “libertad” y por otro el “Estado”. Ya está instalado el binomio que moverá a las muchedumbres (algunas movilizadas y ruidosas, y otras, calladas y silenciosas, también tanto o más poderosas). Es de esa unidad ideológica que se postuló el concepto de “libertad responsable” en el inicio de la pandemia. Menos Estado dirigiendo los destinos del “pueblo” y más responsabilidad personal. Es el cerno de la ideología herrerista.
Desde las élites conservadoras está clara una postura más o menos hipócrita: menos Estado cuando estamos en la buena y más Estado cuando estamos en la mala. Llámese sequía, dólar o crisis bancaria. Esto no es en Uruguay solamente; es en el mundo. Si no, basta observar qué pasa en Estados Unidos en estas horas con la bancarrota de un par de bancos: el Estado asistiendo a los banqueros y a los clientes que confiaron en los bancos. Capitalismo en las ganadas, socialismo o estatismo en las perdidas. Sencillo de entender.
- La meritocracia. “A mí nadie me ayudó. Siempre luchando”. Es fácil leer o escuchar estas definiciones y, en verdad, expresan realidades que cada uno conoce o intuye. Sin embargo, el fomento de la ideología del “mérito” esconde o encubre en el fondo, que el Estado no tiene rol a cumplir en una sociedad de por sí fragmentada y desigual. ¿Las desigualdades e inequidades se combaten con el “mérito” personal? ¿Alcanza con ello o el Estado tiene un papel relevante a cumplir? La ideología del “mérito” igualmente sintoniza con mucha gente -“pueblo”- que se levanta a las 6 de la mañana para parar la olla. Y este sector también es “pueblo”. (En los gobiernos del FA, desde el herrerismo principalmente, se decía que a los pobres no había que “asistirlos” -“asistencialismo”- sino que había que “enseñarles a pescar”. Hay gente que profesa esos sentires, que hasta decía que no había que darles plata a los “pichis”. Bueno, la realidad pudo más: desde el Mides se expandió la ayuda social a los “pichis” y poco se enseña a pescar). De estos sectores se escucha que “no trabaja el que no quiere”. Esa es la audiencia a la que le habla la élite dominante conservadora. El esfuerzo personal e individual por encima del concepto del sentir colectivo y solidario. Más claro: en los inicios de la pandemia, el presidente de la Federación Rural dijo que la “solidaridad no debía ser impuesta” y así amparó donaciones voluntarias al Fondo Covid. Nada de solidaridad, nada de políticas públicas, nada de combate institucional a la desigualdad. “Dejame a mí, no me obligues”, parecía decir. Y este es el centro del “neoliberalismo” o “neoconservadurismo”.
Una breve anotación que explica, entre otras cosas, el fuerte liderazgo de Tabaré Vázquez. El Frente Amplio supo sintonizar también con esa clave del “mérito” en tanto expuso un candidato atractivo que provenía de las capas bajas de la sociedad y que con esfuerzo y talento llegó a los lugares más altos que se pueden reconocer aún en nuestras sociedades: un médico oncólogo prestigioso, presidente y campeón con un club de fútbol de bajo presupuesto, un exitoso intendente y un presidente de enorme importancia en el inicio del siglo XXI.
- El anticomunismo. Esto viene del fondo de la historia (recuerden lo de la primera columna: los “valores” son expresiones vigorosas que operan en las profundidades de las sociedades). Ya Fructuoso Rivera calificaba a José Artigas de “anarquista” y que por tanto había que matarlo. A principios del siglo XX, José Batlle y Ordóñez debió enfrentarse a las críticas de Luis A. de Herrera por su cercanía a las expresiones de los anarco-sindicalistas. Con el triunfo de la Revolución de octubre de 1917 en Rusia, las élites conservadoras obtuvieron otro argumento para oponerse a los trabajadores organizados. Cuando Batlle y Ordóñez destacó a Lenin desde las páginas del diario El Día, imaginaos la crispación herrerista y riverista. (El herrerismo se continúa hasta hoy y el riverismo también, de la mano de un descendiente de aquellos: Guido Manini Ríos, católico, ganadero y militar).
Con la Segunda Guerra Mundial, el anticomunismo se atenuó porque eran aliados contra Hitler, pero una vez terminada la guerra, el enemigo a enfrentar era el “oso ruso”, el “peligro rojo”. El realineamiento internacional nos colocó de este lado del lío y así fue creciendo el discurso “anticomunista”, tanto desde esferas políticas como empresariales y militares. Con el triunfo de la Revolución cubana, la euforia crítica se expandió, sobre todo porque, con nitidez, a nivel local quedaron de un lado los críticos a Fidel Castro y, del otro, los defensores de la revolución.
Ese sentimiento “anticomunista” quedó expresado recientemente, por ejemplo, cuando Cabildo Abierto se negó a participar en el homenaje al Partido Comunista del Uruguay en un aniversario. Incluso un legislador de ese partido sugirió hasta prohibir al PCU. Se trata de la misma posición que los Manini Ríos expresan desde 1910. Pero ese anticomunismo no solo anida en los cabildantes. Colorados y blancos beben alegremente de esa fuente. En cuanto a la influencia de los comunicadores, alcanza con recordar cómo “persiguieron” al candidato del FA Daniel Martínez para que dijera su opinión acerca de si en Venezuela había o no una dictadura. De última, como casi siempre, ese ademán expresa una gran dosis de hipocresía: cuando EEUU invade y fabrica argumentos para exterminar un país, no hay tanta sensibilidad para conocer las opiniones políticas sobre esos eventos.
Esto ocurre desde hace mucho tiempo. Es un debate permanente -y sin plazo de conclusión- en donde cada uno labura para su audiencia, con el agregado de nuevos protagonistas: Venezuela y Nicaragua. La élite conservadora fustigando a Cuba, Maduro y Ortega y la izquierda titubeando. Los “valores”, esos “valores”, entonces, vienen del fondo de la historia y están ahí, para que alguien los reinterprete y los continúe. Y todos los días hay que regar la plantita.
Así se dibujan los protagonistas y sus audiencias, que parecen cautivas de los discursos de cada parte. (La estabilidad política que presenta Uruguay tiene que ver, sin dudas, con la estabilidad de las lealtades).