Lo he dicho muchas veces. Cuando terminé de escribir la novela Heroica, quedé vaciada. Devastada. En esa dimensión diminuta que es la experiencia personal, el hecho de haberme asomado -asomado, solamente, no nos engañemos- a ese suceso terrible que aconteció en Paysandú, me hizo comprender qué significa el heroísmo. Anoche sentí algo de eso. No es exagerado, ni liviano ni intrascendente afirmar que la noche del 24 de noviembre, de muchos modos, una gesta épica, una afirmación de voluntad popular de las que no se olvidan. Voluntad popular, dicho sea de paso, encaminada en los senderos del más puro respeto cívico, del más intachable proceder democrático, del más generoso impulso social.
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Una gesta épica es, por sí misma, una hazaña, o sea una acción de gran esfuerzo y valor, que representa los ideales de toda una sociedad que vincula tales hazañas con sus orígenes y su destino como pueblo. Y eso es lo que se produjo en la noche del 24 de noviembre. Lo digo más allá de partidos políticos y de listas electorales. Lo digo incluso con entera prescindencia de nombres y de candidatos. Todo eso determina nuestra vida de todos los días, cómo no. Pero nuestro andar por la cáscara del mundo, nuestro febril trajinar de hormigas dotadas de mejor o de peor voluntad, de rastreros o de luminosos propósitos, no sería nada en sí misma sin la elevación moral que nos otorga esa épica tan poderosa como excepcional.
El heroísmo no acontece todos los días. Por el contrario, el heroísmo es raro, pero su misma rareza da la medida del ejemplo y de la entereza para continuar. Alguna vez dijo Hobbes que la vida es “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Así lo ha sido, por cierto, para casi toda la humanidad. Así lo sigue siendo, mal que nos pese, para la mayor parte del planeta. Por eso las gestas épicas valen tanto. Vienen a insuflar en nuestro pecho una ola de aire fresco, un huracán incluso, que va borrando las nubes de los malos presagios y del abatimiento.
Lo acontecido en el pueblo oriental la noche del 24 de noviembre fue mucho más que un resultado electoral. Acá nadie en su sano juicio puede hablar de derrota, salvo en el estricto sentido numérico de los votos y de las papeletas. Pero en su más honda significación, si miramos todo el panorama, de punta a punta, acá no hubo derrota, sino victoria. Cuidado. Lo dicho no supone desconocer el resultado electoral, como algún malicioso -que abunda por estos días- podría llegar a sostener. Por el contrario. El nuevo presidente de los uruguayos merece mi máximo respeto y bajo el ala de los altos símbolos nacionales lo saludo con sincera convicción, tanto a él como a todos y todas los orientales que lo votaron, y le deseo lo mejor, porque lo mejor -en caso de cumplirse- redundará en beneficio de la gente.
Pero en todo lo restante, acá no hubo derrota, sino victoria. Hubo victoria en el actuar de la militancia frenteamplista. Hubo victoria en la expresión de votantes que parecían estar de capa caída hasta ayer, y que de pronto se levantaron en una oleada resplandeciente. Hubo victoria sobre el falso y manipulador discurso de la coalición, que llegó a rascar en el fondo de la letrina para echar mano de algún nuevo instrumento. Hubo victoria sobre el odio y sobre las amenazas innombrables de algún sector militar, ese mismo que, por detentar la fuerza de las armas, debería obedecer a las leyes y ejercer dignamente su rol. Hubo victoria sobre la vil intención de oponer a unos uruguayos contra otros. Hubo victoria sobre la voluntad de amedrentar a la gente, echando mano de las más graves frases y acciones. Hubo victoria sobre los mazazos -falsos también- que pretendían darle a la población ciertas encuestas. Hubo victoria sobre la retórica igualmente falaz y tendenciosa de los principales medios de comunicación. Hubo victoria, en fin, en lo tocante al crecimiento arrollador de los votantes frenteamplistas, que dejó de boca abierta a propios y a extraños.
Lo repito, para los que no saben leer. El nuevo presidente de los uruguayos merece mi máximo respeto y bajo el ala de los altos símbolos nacionales lo saludo a él y a sus votantes, y le deseo lo mejor, porque lo mejor -en caso de cumplirse- redundará en beneficio de la gente. Pero que nadie se confunda. Que nadie se haga el distraído. Que nadie pretenda aplastar la voz de la mitad de la población, unánimemente agrupada en torno a una sola opción política, contra otra mitad repartida de manera desigual entre cinco asociados que se juntaron de apuro.
La gesta épica ruge por detrás, afirmando que en nuestra democracia hay mucho valor cívico, mucha fuerza combativa que no se aparta ni un milímetro de su deber constitucional, lo cual le queda demasiado grande a algunos. Ojalá se abra acá una instancia de enriquecimiento, en todos los sentidos. Ojalá los dirigentes, sean quienes sean, aprendan y actúen en consecuencia. Ojalá el alma oriental sea capaz de unirse en una alta causa común. Pero la gesta épica del 24 de noviembre permanecerá por siempre en la memoria popular, será leyenda, ejemplo señero y camino de fortaleza. Y por supuesto, acá nadie se va a ningún lado. Porque como dice nuestro gran José Enrique Rodó: “Difícil es que conozcamos todo lo que calla y espera, en el interior de nosotros mismos…”.