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Demasiadas incoherencias

Por Marcia Collazo.

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La situación que se vive en Uruguay es preocupante, eso ya lo sabemos. Pero antes de enumerar las principales razones para ello, quiero manifestar que este artículo no pretende erigirse en un ajuste de cuentas teñido de partidismo. Por el contrario, lo que me interesa es hacer un humilde aporte a la verdad, por encima de banderías y de alardes politiqueros, que tan dañinos y tan miserables han resultado para todos los orientales. Y sin embargo, es imposible enumerar las razones de una preocupación legítima, sin cargarle las tintas al accionar del gobierno, porque no se trata aquí de quedar bien con dios y con el diablo, o con tirios y troyanos, sino de sacudir el árbol, por milésima vez, para ver qué cae, y sobre todo para empezar de una buena vez a “hacerse cargo”.

Razones para estar serios tenemos, pues, unas cuantas. El abordaje de la pandemia es la primera. Pero hay otras, que son concomitantes y que han usado como pretexto a la propia pandemia, y que se están imponiendo de manera creciente, llevándose por delante toda la normativa en materia de derechos.

La represión (inconstitucional) es, por tanto, la segunda preocupación.

La indiferencia brutal hacia los pobres, los vulnerables, los desocupados, es la tercera; una razón poderosa, ciertamente, para que uno permanezca en estado de alerta, porque ya se sabe que las consecuencias a largo plazo de la pobreza se extienden al menos durante dos generaciones y el daño que causan impacta en todo el tejido social.

Recapitulando: pandemia,  represión inconstitucional y actitud de insensibilidad casi caníbal son tres signos del Uruguay actual. Bueno es precisar que los dos últimos no dependen de virus alguno, sino de las decisiones y elecciones humanas. Esa insensibilidad, esa indiferencia, esa postura esquiva frente a la suerte de la gente más vulnerable siembra gran desconcierto. Parece mentira, dirían los buenos vecinos, meneando la cabeza, si los buenos vecinos se atrevieran a hablar en voz alta de estas cosas. Pero no se atreven o no pueden, porque el tapabocas no es solamente un pedazo de tela, sino un concepto, una actitud, una renuencia que seguramente nos va a costar carísima. Si fuéramos benevolentes, podríamos creer que esa actitud del gobierno es una distracción, un traspié, una inexperiencia o un olvido. Pero no. El gobierno está dirigiendo la nave de la nación a partir de unos objetivos muy claros que nada tienen que ver con preocupaciones sociales, y no se molesta en disimularlo, sencillamente porque su posición le parece correctísima, adecuada y por qué no, justa.

Es posible también que no perciba todo el impacto de sus elecciones y decisiones, o tal vez no le importa. No se trata aquí, reitero, de enarbolar banderías y descender al fango de los ataques viles e infundados. Pero de ese extremo al otro extremo, que es callar o llamarse a silencio ante el deber de señalar, el deber de decir o el deber de reflexionar a tiempo, hay un abismo.

Hay todavía un cuarto motivo de preocupación; se trata de la incoherencia o la contradicción calamitosa en que se mueve el discurso de las autoridades. Está, por un lado, la pretendida apuesta a la libertad personal o individual, proclamada a los cuatro vientos; por otro lado, se extiende la limitación al derecho de reunión, una medida burdamente inconstitucional (salvo, claro está, en un estado de excepción regido por medidas prontas de seguridad, cosa que por ahora no se ha dado). Estamos, entonces, frente a la grave incoherencia de que se ataca la misma libertad que se dice defender. Otra incoherencia, tan grave como la primera, reside en la supuesta responsabilidad del Presidente de la República, quien ha proclamado hasta el hartazgo la frase “yo me hago cargo”, concepto absolutamente vacío de contenido. Nos consta que una sola persona, así sea el propio Presidente de la República, no puede hacer milagros. Pero el vacío de semejante frase se hace día a día más hondo y más notorio, precisamente porque estamos ante una enorme falta de responsabilidad política, jurídica, social, educativa y económica.

Estamos ante una estructura política que está dejando de ser un estado de derecho para convertirse, día a día y hora a hora, en un estado de represión. Las formas de expresión del poder soberano del pueblo vienen siendo cercenadas sin el menor fundamento constitucional. Y como si ello fuera poco, se ha lanzado al cuerpo policial (en la misma línea de la falta de responsabilidad política y jurídica mencionada) a unas prácticas de brutalidad como no se veían en nuestro país desde los tiempos de la dictadura militar.

¿Es la pandemia la causa de todo esto? Decididamente no. Otra razón de preocupación es el estado de incertidumbre, relacionado –como es obvio- con la pandemia, pero también con la falta de verdaderas políticas regulatorias en materia económica, social y educativa. Para algunos el gobierno hace lo que puede. Para otros el problema es que no quiere  hacer determinadas cosas o tomar determinadas medidas. Para los de más allá (los amigos de las teorías conspirativas, que nunca faltan) el gobierno se limita a cumplir órdenes superiores, emanadas de ciertos organismos de poder internacionales cuyos resortes últimos permanecen en las sombras.

Sea como fuere, el hecho es que el país se está haciendo pedazos o, para continuar con el símil del barco, va haciendo agua por todos lados. Falta todavía referirse a la educación, uno de los pilares de cualquier sociedad que se precie de democrática (y cuán lejos parece haber quedado semejante concepto); la educación es a estas alturas el ejemplo más perfecto de la incoherencia y de la ilegalidad. Ni siquiera se han cuidado los términos del discurso por parte de las autoridades respectivas. Primero se dijo que se suspendía la obligatoriedad, lo que es una grosera ilegalidad por donde se lo mire, puesto que una resolución administrativa emanada de la ANEP no puede modificar el contenido de una norma de rango constitucional. Luego se habló de suspensión de la presencialidad. Ahora se declara que lo obligatorio es la educación virtual, y uno ya no sabe qué cara poner frente a tan alto despropósito. En un estado de derecho no puede haber obligatoriedad en materia educativa sin la gratuidad correspondiente, porque ello va en contra de la igualdad, de la equidad, de la justicia y de las reales posibilidades de la gente. Esto lo sabían muy bien Carlos María Ramírez, Elbio Fernández, Agustín de Vedia y José Pedro Varela.

El gobierno, a través de cada una de sus acciones y discursos, extendidos hasta el más ínfimo rincón de la república y hasta la más recóndita oficina administrativa, parece estar sosteniendo la consigna de una sociedad de desiguales, una sociedad de diferentes, una sociedad de privilegiados por un lado y de excluidos por el otro. El sistema de enseñanza virtual en Uruguay no fue pensado, ni en los gobiernos anteriores ni en éste, para una virtualidad plena. Entre otros motivos, porque la virtualidad plena lleva hoy por hoy, y en el mejor de los panoramas, a una rápida saturación del sistema. Es cierto que hay planes gratuitos de internet para docentes, y algunas plataformas de Ceibal libres de consumo de datos; es cierto también que miles de escolares han recibido ya nuevos dispositivos digitales. Pero hay al menos un 5% de esos escolares, y unos 25.000 estudiantes de educación secundaria y técnica que carecen de acceso a internet. Por eso, cuando se habla de obligatoriedad de la educación virtual hay que contextualizar a fondo el concepto, y contrastarlo con la realidad, esa porfiada dimensión en donde, a la larga o a la corta, termina por imponerse la dura, la esquiva, la escurridiza pero contundente verdad.

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