Apenas comenzada la pandemia del coronavirus en el mundo, el historiador y escritor israelí Yuval Noah Harari dijo que “las decisiones que tomemos tendrán un impacto durante años y años, y reconfigurarán el planeta”. Ahora, a diez meses del sacudón de la nueva peste, la frase sigue teniendo vigencia, pero el impacto al que se refiere Harari todavía está latiendo en algún sitio más o menos oculto, o al menos impredecible. Toda época humana demuestra, en algún momento, ciertos signos de agotamiento que conducen a su decadencia, por un lado, y a su propio renacimiento por el otro. Para Hegel, “el búho de Minerva levanta el vuelo en el crepúsculo” (1820, Prefacio a Lineamientos de la Filosofía del Derecho). Con esta enigmática frase, que alude a la diosa griega de la sabiduría Palas Atenea, Hegel da a entender que solamente llegamos a conocer un momento histórico cuando este ha concluido. La Edad Media empezó a mostrar signos de agotamiento, en sus estructuras políticas, sociales, económicas y culturales, hacia el siglo XIV. No por casualidad, la terrible peste negra había estallado en 1347 y dejó a su paso un rastro inaudito de muerte, hambre y miseria, pero también la semilla de unos cambios que recién comenzaban a esbozarse.
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Boccaccio escribió El Decamerón en plena peste bubónica. La misma estructura de su argumento literario lo demuestra: durante diez días de cuarentena, siete mujeres y tres hombres narran historias para entretenerse. Dice Boccaccio que “con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres, que un hermano abandonaba al otro, y el tío al sobrino y la hermana al hermano… y los padres y madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fuesen suyos”. Según el anónimo autor medieval de Viajes de Juan de Mandeville, “parecía como si hubiese habido una batalla entre dos reyes, y el más poderoso y con mayor ejército hubiese sido derrotado y la mayoría de sus gentes asesinada”.
Hay, sin embargo, muchas diferencias entre la peste negra del siglo XIV y la pandemia del coronavirus. La más clara de ellas es la mortalidad. En la Edad Media la gente se moría sin remedio, de a puñados, en las calles y en las plazas. Se estima que más de un tercio de la población europea pereció. Muy distinta es la situación con el coronavirus, que en sí mismo provoca una mortalidad extremadamente inferior, en comparación con otras causas de muerte como las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Otra diferencia es el avance del conocimiento científico y de los sistemas de salud. Otra es la celeridad vertiginosa de las comunicaciones. Las otras son históricas y filosóficas. La reforma luterana, el movimiento de las Nuevas Ideas, el surgimiento del racionalismo kantiano, la ola de las revoluciones liberales (Inglaterra en 1688, las colonias inglesas de América del Norte en 1776, la Revolución francesa de 1789 y finalmente por la hispanoamericana de 1810) no han pasado en vano; sin contar el trágico imperialismo europeo de 1870 en Asia, África, Australia y América (de nuevo), y el monstruoso siglo XX con sus dos guerras mundiales y su no menos insólito mundo de entreguerras. La lista es demasiado larga. Si el búho de Minerva alza el vuelo al anochecer, me pregunto cuántos crepúsculos y sucesivos amaneceres hemos tenido en la historia humana, por lo menos desde la peste negra, para reflexionar, acumular un gramo de sabiduría y de paso para ir poniendo las barbas en remojo.
En la obra ya mencionada, Hegel expresa que “es insensato creer que alguna filosofía se puede anticipar al mundo presente. Cuando dice una palabra sobre la teoría que explica cómo ha de ser el mundo, la filosofía siempre llega demasiado tarde”. Esto es así porque el pensamiento -y con el pensamiento la pregunta- aparece recién después de que la realidad ha cumplido su proceso de formación. Todo está en proceso de superación constante y, sin embargo, toda crisis muestra una oportunidad de cambio. Claro que para verificarla hay que transformar unas cuantas cosas, comenzando por fortalecer (acaso por primera vez en la historia contemporánea) la racionalidad y la ética; las de verdad y no las de pura retórica populista. Desde diversos centros de poder (y los gobiernos son solo uno de tales centros) se ha impuesto el miedo y la paralización de toda o casi toda actividad humana, en diversos grados. Es obvio que las consecuencias de semejante proceder tienen que ser funestas. Es obvio asimismo que la solidaridad y la cooperación nacional e internacional también están paralizadas. No se pueden o no se quieren echar a andar.
Lo que la pandemia ha puesto de manifiesto es lo endeble de tales conceptos, y de paso nuestra ineptitud, malicia o estupidez en función de la búsqueda de soluciones efectivas. El argumento de oro es que los sistemas de salud pueden colapsar, y ante ello, todo el mundo se horroriza. Pero hay que invertir el orden de las preguntas. ¿Cómo es posible que los sistemas de salud -hospitales, mutualistas- colapsen ante el eventual ingreso masivo de infectados? ¿Por qué colapsan? ¿Qué hemos hecho tan mal como para que pueda darse semejante resultado, y qué estamos esperando para revertirlo de una buena vez? Uruguay es en ese sentido una excepción, pero también en Uruguay las consecuencias de la pandemia -su tratamiento, la forma de enfrentarla, la indiferencia, la avaricia y la mezquindad en la adopción de verdaderas medidas de apoyo a los más vulnerables- están siendo funestas. Y en el fondo de todo no está el virus, sino las elecciones y decisiones humanas. Que esas decisiones lleven o no al aumento exponencial de la pobreza, y de todos los males asociados a la pobreza -entre ellos la precariedad y el acortamiento de la vida- depende solo de nosotros. No se trata en el fondo de una pandemia. Se trata de un dilema o un problema que exige una respuesta urgente, y esa respuesta no puede esperarse únicamente de un gobierno, sino de la sociedad toda, a través de sus canales de expresión y de participación legítimos, en el marco de lo que -se supone- sigue siendo una democracia, cuyos deberes y cometidos no se limitan, ni mucho menos, a poner un voto en una urna cada cinco años.