En su obra Retrotopía, el filósofo Zygmunt Bauman analiza uno de los problemas más desafiantes para las democracias: la desigualdad que, sumada al descreimiento en la virtud de las democracias para mejorar la condición humana, se manifiesta en múltiples planos de la realidad social. Uno de ellos, el más evidente, es la escandalosa diferencia entre los poseedores de riqueza y los desposeídos, que ahora vuelve a instalarse en Uruguay a través del liberalismo conservador. En este sentido, el gobierno y los sectores políticos de la coalición vienen propiciando un marco de desigualdades crecientes, asociado a un discurso naturalizador de las desigualdades, a través de diversos instrumentos y políticas, que van desde los recortes en la educación y la continua suba de impuestos, hasta las campañas difamatorias contra determinados personajes políticos de la oposición.
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Las desigualdades económicas, sociales, políticas y culturales instaladas actualmente en Uruguay, no son el resultado de las políticas de los últimos quince años, como han pretendido mostrar, sino el producto de una ideología de vieja data (tiene ya un siglo) con una concepción fuertemente clasista de la sociedad, evidenciada por ejemplo en la reiterada referencia a “los mejores” y a “los malla oro” por parte de las autoridades. Aunque en el aspecto jurídico están reconocidos y protegidos los derechos de los habitantes de la república -vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad-, en términos políticos reales estamos muy lejos de asegurar la efectiva igualdad de derechos. Para muestra, basta mencionar la reciente movida mediática contra el senador Óscar Andrade, al que se acusa de no haber regularizado los planos de la casa que se está construyendo, y de mantener una deuda por contribución inmobiliaria (lo cual es cierto), mientras se guarda silencio sepulcral respecto a muchos otros deudores del estado que ostentan cargos públicos. En tanto se mantenga ese silencio cómplice, no solamente cae por su base el precepto constitucional de que todos somos iguales ante la ley, sino que también cae por su base la racionalidad más elemental de los argumentos manejados. En el caso de Andrade estamos, más allá de la realidad de su deuda, ante una manifestación de desigualdad grosera; en cantidad, calidad y especificidad de argumentos, y también de derechos y obligaciones. Dicha desigualdad de trato, de señalamiento y de denuncia, se debe únicamente a la concepción ideológica y clasista que está detrás de la persecución mediática al senador; puesto que, a mayor abundamiento, Andrade no es sólo un senador de la república, sino que es de origen humilde -un albañil- y además comunista. Por tanto, la desigualdad de que ha sido objeto, al ser acusado en forma pública por su deuda -mientras se tiende un manto de impunidad sobre tantos otros que se hallan en idéntica o más grave situación, pero que no son ni de origen humilde ni comunistas- viene a configurar una violación de los derechos jurídicos proclamados en nuestro texto constitucional, en especial el de la igualdad de todos ante la ley. No porque Andrade no sea deudor, que lo es; sino porque se le discrimina y se le acusa de manera desigual, y por tanto indebida, al no señalar también a los otros deudores del estado que ocupan cargos públicos y pueden hacerse cargo de esas deudas. Ello supone una grave e injustificable distorsión entre las igualdades proclamadas jurídicamente y las desigualdades efectivas, provengan del Estado o de particulares, y si dicha irregularidad no se subsana, emergerán sin la menor duda nuevas irregularidades, por la omisión en observar el debido procedimiento, sea por parte de agentes privados, sea por parte del estado. Dicho de otro modo, cuando los factores de la desigualdad se imponen de modo abrumador o cuando hay tensiones entre la construcción material de las desigualdades y el mandato formal de las normas nacionales, estamos ante un problema que debe ser resuelto de manera legal y no de manera ilegal o arbitraria.
¿Cuál es el debido procedimiento en este caso? ¿Será tal vez llevar el caso de Andrade a la Junta de Transparencia y Ética Pública? Y si así corresponde, ¿no corresponde igualmente hacer lo propio con todos los otros sujetos que se hallan hoy por hoy en la misma posición que Andrade? ¿Es posible hablar de igualdad ante la ley si se omite dar semejante paso? Y en caso de que no se diera ese paso ¿sería correcto el proceder del gobierno y de todos aquellos que han denunciado en forma pública al senador Andrade? ¿Se trataría de un proceder ético, transparente y democrático, o por el contrario, constituiría una conducta selectiva, clasista, y por tanto arbitraria y meridianamente injusta?
Para intentar dar una respuesta a tantas interrogantes, es bueno recordar algunos preceptos lógicos elementales, que deberían guiar el proceder de todos los actores políticos de este país, y ni qué decir de todos los tribunales (y la Jutep es uno de ellos, puesto que el concepto de Tribunal no aplica únicamente para el Poder Judicial, sino para todos aquellos sujetos u órganos que deban tomar una decisión fundamentada).
Lo menos que podemos exigir como ciudadanos (o sea como soberanía), de nuestros gobernantes y de nuestros representantes es que obren con la debida coherencia. Ahora bien, ¿qué sucede con la coherencia? Se trata nada menos que de uno de los elementos irrenunciables de la racionalidad humana y por lo tanto, es imprescindible entender el papel que juega en la argumentación racional. Existe coherencia en los argumentos que se manejan, en cualquier situación humana, cuando se cumple con las siguientes reglas: no contradicción, sinceridad y universalidad lógica.
Las reglas de universalidad, según el filósofo de la argumentación Robert Alexy son las siguientes: a) si se predica algo de un objeto, lo mismo ha de predicarse también de cualquier otro objeto que sea igual en todos los aspectos relevantes. b) si se afirma un juicio de deber (norma) o de valor, en una situación, hay que afirmarlo también en todas las situaciones que son iguales en todos los aspectos relevantes.
Si no se cumple con dichas reglas de universalidad, cualquier argumento cae por su base, ya que resultará viciado de incoherencia e irracionalidad, porque perseguirá fines espurios, tendenciosos o francamente maliciosos.
Puede parecer pequeño el caso de Andrade en ese contexto, pero no lo es en absoluto. Por el contrario. Viene a formar parte de esa enorme y grosera tendencia a naturalizar las desigualdades, no porque Andrade no tenga responsabilidad personal en su carácter de deudor, sino por el recorte arbitrario que se pretende ejercer a su respecto; recorte que no solamente ofende a la lógica y al sentido común, sino que se inscribe en toda una ideología política configurada en la retracción de las reglas del funcionamiento democrático, del Estado del bienestar y de la paz social. Se inscribe en definitiva en el proceso que se lleva adelante en Uruguay, que está reduciendo de manera importante los derechos y las oportunidades de los ciudadanos y de los habitantes de la república, con una desregulación muy fuerte del justo acceso a la información, del debido manejo de las normas y del justo trato entre individuos, todo lo cual conspira contra los derechos y garantías, así como contra la seguridad, la igualdad y la justicia en términos generales. Lejos está quedando el trato igualitario en nuestra sociedad. Lejos están quedando también los valores de la solidaridad y la cooperación social. En estas condiciones, tal como expresa Zygmunt Bauman en la obra referida, los individuos llegan a recelar del propio estado de derecho, desde el momento en que sus normas son utilizadas o mejor deberíamos decir manipuladas- en función de intereses parciales. En la medida que no seamos capaces de actuar bajo la regla de la racionalidad, de la igualdad y del trato justo, lo que cae es el pacto social entero. Y cuando cae el pacto social estamos ante democracias enfermas y fragmentadas. Cuando acusamos a un individuo (y no a otros en igual situación) sólo porque es de tal o cual partido, o porque es pobre y comunista, y no un “malla oro”, o porque está en las antípodas de nuestras concepciones políticas, estamos incurriendo nosotros mismos en corrupción, y ello ataca la estructura interna de la democracia.