Como todos los nacidos en el interior del país que recalan un día en la capital, a mí me tocó el desarraigo desde temprana edad. La pérdida de mi chacra minuana, de los montes, las aguadas, la quinta y los árboles frutales, el galpón del fondo, el azude donde nadaban los patos, el horno de pan y el rincón de mi casa de muñecas, entre los transparentes y una mata de mburucuyá, me significó una fuente de angustia existencial que en ese entonces no podía identificar ni darle un nombre, pero que de todos modos era una presencia palpable. Una querida amiga, psicóloga para más datos, me ha dicho reiteradas veces que la armonía y la felicidad absolutas son imposibles. Es más o menos estúpido pretender que existan a perpetuidad. Se trata, más bien, de estados a construir, efímeros, móviles, inconstantes y de lo más variados. En la convivencia con uno mismo y con los demás no puede excluirse la frustración ni el conflicto, pero eso no significa que no podamos aprender a manejarlos.
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Ahora bien, cuando me refiero a la angustia existencial, desde la filosofía, hablo de un sentimiento consustancial al ser humano. Heidegger muestra al Dasein, o ‘ser ahí’, tirado o arrojado en el mundo, el que carece todavía de significatividad propia, y cuya única certeza es la finitud: es un ser para la muerte. Una colega me dijo, hace unos años, que Heidegger le causaba un profundo rechazo, precisamente por ese énfasis en la muerte; y sin embargo a mí el existencialismo me enamoró desde que lo descubrí, a los diecisiete años, en medio de mi propia crisis privada frente al desarraigo, la dictadura militar, los avatares familiares, el traslado a Montevideo, las cosas que dejé atrás, que no se resignaban a perderme, que continuaban aguardándome (y continúan aguardando todavía, porque ése es el destino de todo cuanto hemos amado profundamente).
La angustia del Dasein, o sea del ser humano como posibilidad, que no tiene nada que ver con la melancolía o con la depresión, reside justamente en su libertad de elegirse y de tomarse a sí mismo como haz de sentido. Yo era una adolescente de diecisiete años a quien todo el mundo decía lo mismo: ‘ánimo, sigue adelante, tienes toda la vida por delante’. Pero esa frase, a pesar de que era más o menos cierta debido a mi juventud, no dejaba de causarme angustia.
¿Qué era, en efecto, tener toda la vida por delante? ¿De qué modo iba a aprovechar los días de mi vida? Tal vez por ser hija de un profesor de historia, siempre tuve una terrible conciencia sobre el paso del tiempo; ese sentimiento no me abandonó jamás y al pasar de los años se transformó en una pequeña obsesión. No exagero si digo que fue esa obsesión la que me llevó a escribir novela histórica. Nada era capaz de calmar mi sed de recuperar las voces del pasado, de comprenderlas, de darles un sentido.
Si iba a una casa antigua me pasaba horas recorriendo los pasillos, me fijaba en los techos, en las ventanas, en los dormitorios, intentaba ver las dependencias de servicio, las cocinas y los baños, el lugar donde alguna vez hubo establos y caballerizas. Lo mismo me pasó siempre con los personajes históricos. Quería indagar en sus vidas y me causaba una angustia indescriptible no poder hacerlo.
Así que, en lo tocante a mi propia existencia, apliqué unos parámetros similares. Indagar en mí misma, averiguarme y descubrir de qué manera iba a emplear mis días (que sabía efímeros de antemano) era el centro de mi angustia. Fue entonces que descubrí el pensamiento de Heidegger. El Dasein, arrojado al mundo y de cara a la muerte, tiene que interpelarse a sí mismo y encarar sus propias posibilidades, que en principio son infinitas, a efectos de abrir la conciencia y enfrentar no solamente la certeza final, sino también la enfermedad y el sufrimiento. Esto supone desarrollar la capacidad de frustración, y esto es precisamente lo que nuestra sociedad actual no logra hacer.
Por todos lados nos atacan con mensajes evitativos. Se ponderan y se priorizan, a todo trance, la juventud, la apariencia saludable, ganadora, emprendedora, agresiva y determinada. Se oculta y se niega el pathos o el padecimiento, en cualquiera de sus expresiones. Se evita el silencio, la reflexión, y ni qué decir cualquier esfuerzo, sea de la índole que sea. Las imágenes de descanso, relax y disfrute nos rodean y nos abruman. Las de divertimiento también. Se ensalza el hedonismo en todas sus manifestaciones: reírse a carcajadas (nadie está serio en publicidad, salvo que sea un perdedor), estar delgado, poseer y poseer, consumir y consumir, comprar y comprar, siempre con la sonrisa tatuada a cuchillo en la cara.
El gran problema de semejante violencia mediática es que los seres humanos no somos así. La alegría no tiene que nada que ver con la diversión alienante, comprada a golpes de tarjeta electrónica. No podemos estar sonriendo todo el tiempo, y mucho menos podemos vivir comprando. Para hacerlo es necesario, como mínimo, trabajar y ganar los pocos pesos que el sistema capitalista pretende sustraernos. Y cuando trabajamos no estamos en modo diversión. Es más: en el mundo ferozmente competitivo en que vivimos, hay que preparase cuidadosamente para poder postular a un puesto de trabajo, y eso exige altas dosis de esfuerzo y sufrimiento, además de capacidad de frustración.
Por suerte, aquella adolescente de diecisiete años que yo era, lo tenía muy claro. En mi casa jamás se habló de otra cosa que de trabajo, empeño, método y sacrificio. Mis padres no me inculcaban esto del ceño fruncido. Lo hacían, más bien, con espontaneidad. Sólo se descansaba en vacaciones de verano, cuando nos íbamos al mar. El resto del año se hacía de todo, desde ir a la escuela primero y al liceo después, hasta ayudar a triturar tomates para llenar frascos de conserva, recoger papas, boniatos y cebollas, traer desde el galpón la leche recién ordeñada, estudiar y hacer los deberes, hojear los libros que llenaban las estanterías, descubrir no sólo a Heidegger sino también a Dante, a Shakespeare, a Picasso y a Torres García, lustrar los zapatos para el día siguiente, prender la cocina de leña, ir a buscar ramas para la estufa, darle de comer a los perros, barrer el patio y así. La angustia del aburrimiento no existía por entonces.
Hoy ningún niño se cría de esa manera, salvo en el campo. Ni mis propios hijos escaparon a esa regla, fatal en cierto modo. El hedonismo se inculca desde la cuna. Los padres, en lugar de exigir a sus hijos, increpan y golpean a las maestras y a los profesores si ellos sacan malas notas. Todo el mundo sueña con unas vacaciones eternas, con un horizonte de mar y de cielo azul en el que pueden verse los pies desnudos en primer plano, con una palmera de un lado y una bebida tropical en el otro. Lo que cuenta, en definitiva, es la evasión. No hacernos responsables de nuestra existencia, olvidar que el significado último de estar vivos consiste en enfrentar el pathos, asumir la certeza de la finitud y acometer de una vez por todas, el esfuerzo de vivir y darle un significado a nuestros días.
Estuve hace poco en la celebración de los setenta años del teatro El Galpón. Fue emocionante para mí volver a ver a la gran actriz Nelly Goitiño –amiga dilecta de mi madre- en una cinta que se proyectó. Yo ya sabía que Nelly era talentosa, carismática y sabia. Pero me quedó especialmente grabada una frase que pronunció, relativa al “tiempo que nos es concedido durante nuestro paso por la tierra”. Heidegger nos enseña que bien vale la pena tener presente esa fugacidad, no para lamentarnos ni para ejercitar la autoflagelación, sino para darle un sentido pleno, fructífero, valiente y sobre todo digno, a ese tiempo que nos es concedido.