Por eso creo que todo es un ida y vuelta, le decía un hombre a otro. Yo escuchaba en silencio. El hombre, llamado Antonio, estaba contando la historia del Toto, y de paso la suya propia. El Toto iba seguido por el taller de Antonio, años atrás, porque ahí se había formado una especie de peña o cofradía natural, en la que todos se conocían. Aprovechaban para desgranar anécdotas, tristezas y alegrías.
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Un día el Toto dejó de aparecer. Alguien dijo más tarde que lo había visto por Rocha. Después, nada. Hasta que el otro día entró por la puerta del taller, como si nunca se hubiera marchado. Había estado en Paraguay y vino por una cuestión de herencia; a firmar, nada más, porque parece que los hermanos ya se habían repartido lo poco que había, y a él no le tocó ni un peso partido por la mitad. Al punto de que, para volver a Paraguay, le pidió plata a Antonio. Esa noche Antonio comentó que se trataba de un préstamo sin vuelta, y nadie osó contradecirlo. Sin embargo, al otro día sonó el teléfono. Era el Toto. Llamaba desde Tres Cruces. Había pasado la noche en la terminal, dijo, pero salió un rato a estirar las piernas, antes de la partida del bus. Entró en un supermercado, pidió una bebida y le hicieron llenar un cupón de una rifa. Estaba a punto de subirse al bus, cuando lo llaman. Había ganado la rifa, que consistía en una orden de compra por valor de tres mil pesos. Explicó su situación, y le pidió a la telefonista que pusiera el premio a nombre de su amigo Antonio.
-¿Te das cuenta?- decía el Toto, ya a bordo de su ómnibus. -¿Te das cuenta, Antonio? Nunca gané nada en la puta vida, y vengo a ganar justo hoy que me voy a Paraguay. Pero por lo menos -agregó- te lo dejé a vos, hermano. Así te saldo en parte la deuda.
Cuando Antonio hizo el cuento la gente que escuchaba se emocionó, y no era para menos.
-Quién sabe si lo vuelvo a ver al Toto- decía Antonio con los ojos chiquitos, como quien está mirando el sol -pero la plata que le presté la daba por perdida… y mirá vos. Por eso digo, todo es un ida y vuelta.
Yo, como dije, escuchaba en silencio. Desde hace un tiempo, desde el día después de las elecciones nacionales para ser más exacta, ando muy callada. Taciturna, dijera nuestra poeta Juana de Ibarbourou, que tanto usó la palabra en sus obras. Claro que en el medio hice un viaje y eso me sirvió para ver mundo, limpiarme de unas cuantas suciedades que llevaba incrustadas en la piel de afuera y en la piel de adentro, y para intentar aprender a sobrevivir en este nuevo ciclo histórico que nos ha tocado en suerte. El revolcón de la ola política fue sin la menor duda muy grande, y eso lo podrían decir casi todos los actores y protagonistas; unos más y otros menos. El regusto que me dejó a mí es indefinible, y así lo quiero conservar durante un tiempo más. Ahora quiero pensar en el ida y vuelta de las cosas, cuyo devenir -lo mismo que en el relato de lo acontecido con el Toto- suele ser imprevisible, aunque jamás del todo.
En la anécdota del Toto sobresalen unos cuantos valores éticos, entre ellos la generosidad de dar sin pretender nada a cambio, y eso es lindo y es bueno. Pero sigue resonando, por detrás de esa historia, el enigmático ida y vuelta, que sin duda existe. Una parte de ese ida y vuelta se debe al azar, es cierto. Pero hay otra parte que solamente es atribuible a la voluntad humana. Antonio pudo no haber prestado un dinero que jamás le iba a ser devuelto. El Toto pudo haber puesto el importe de la rifa a nombre de alguien más. Sin embargo, el proceder de uno y de otro fue justo, y por eso me gusta tanto esa anécdota. La justicia es un bien escurridizo, pero nunca sobreviene por el puro destino.
Hace algunos años dicté un curso de derecho público para funcionarios de la Intendencia de Maldonado, y en esa ocasión dije que para Aristóteles la justicia es tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Todavía me acuerdo de las caras de sorpresa y hasta de fascinación de mis alumnos cuando les expliqué el concepto. Al parecer es la única virtud que parece referirse al bien ajeno, porque hace lo que les conviene a los otros y no exclusivamente a uno mismo.
Para Aristóteles, es la virtud por la cual el ser humano se hace bueno y realiza bien lo que le corresponde hacer en lo individual, en su entorno inmediato y en la sociedad de la que forma parte. Por lo tanto, una persona virtuosa es la que ha adquirido como hábito la realización correcta de sus funciones individuales y sociales, en términos de buscar siempre beneficios y de evitar perjuicios.
Queda claro, según esto, que la justicia no es un pensar ni un sentir. Es un hacer. Es una práctica. Tiene una relación directa e inmediata con la forma de actuar de las personas. Todo el valor de la justicia reside en la acción. Será por eso que, frente al resultado electoral, sigo por ahora en silencio. Aún no hemos visto acción y práctica. Aún no se han largado los pingos a la cancha. El trago amargo del pugilato electorero, con toda su carga de intenciones más o menos ventajeras y miserables, continúa atracado en la garganta de medio país. Pero falta ver la acción, o sea el acto de la voluntad humana, que viene a ser el momento en que se corta el bacalao, según el dicho popular. Para Aristóteles, “se realiza un acto justo o injusto cuando las acciones se hacen voluntariamente, y no por accidente, pues entonces se hace algo que resulta accidentalmente justo o injusto”.
Hasta aquí la anécdota del Toto guarda una impecable coherencia con la concepción de la justicia. Pero la voy a complicar un poco, dado que la teoría es demasiado rica y potente en el mundo contemporáneo, como para dejarla pasar sin la menor alusión.
Para John Rawls, filósofo estadounidense que se inspira en buena medida en las ideas aristotélicas, la justicia no es un fantasma o un ideal que planea sobre nuestras cabezas sin poder jamás alcanzarlo. Por el contrario, en la línea del filósofo griego, Rawls da un paso más y sostiene que la justicia se construye, piedra a piedra y ladrillo a ladrillo, y en esa construcción tienen que intervenir todos los actores sociales, para poder arribar a un pacto o contrato según el cual se elaborarán dos grandes principios.
Una sociedad justa es entonces un sistema equitativo de cooperación, en donde -las comillas son mías- “nadie jode a nadie, y nadie se abusa de nadie”. Esto es así, recordemos, porque primero se celebró un pacto. El primer principio surgido de ese pacto es el de libertad: cada persona -usted, yo y todo el mundo- tiene derecho al esquema de libertades más amplio, compatible con la libertad de los demás. El segundo principio es el de las desigualdades -que se admiten, cómo no, pero hasta el umbral de la vida buena, de la vida digna, léase no marginal, y no de mera supervivencia-: las desigualdades tienen que darse dentro de un sistema de igualdad equitativa de oportunidades; y además la existencia de esas desigualdades debe redundar en un beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad.
La anécdota del Toto se me quedó un poco atrás, pero eso es lo de menos. Lo que cuenta, lo que importa, lo que nos va a beneficiar a todos o por el contrario nos va a doler y a destruir a todos, es la acción justa o injusta que se nos viene. Por ahora, me quedo en mi silencio y continúo invocando a los espíritus de Rawls y de Aristóteles, a ver si nos dan una mano en el turbulento futuro que nos aguarda.