Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME
Columna destacada |

La casa de papel y la fuente de Cibeles

Por Marcia Collazo.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

Hay una vieja pregunta -es vieja a estas alturas, aunque no siempre lo fue- que me tortura. ¿Está condenado a desaparecer el libro de papel? Motivada en algún extraño afecto a las bibliotecas y al libro impreso (un afecto lindante en la perversión de un lado y la obsesión del otro), esa pregunta era impensable hace veinte años y cobró auge cuando la virtualidad de nuestra vida aumentó. Pero la gente se acostumbra rápidamente a los cambios, sean cuales sean, y el asunto no es en todo caso el dilema de si leemos mucho, poquito o nada. Todo este asunto es tan viejo como el mundo y en términos matemáticos y filosóficos la historia como tal empezó, según Hegel, cuando el ser humano inventó la escritura, lo cual es bastante reciente, por lo menos si se lo compara con la vastedad de la prehistoria (se considera que el Homo sapiens apareció hace unos 300.000 años, pero recién empezó a leer y a escribir hará unos 5.000).

En algún momento de nuestro devenir humano pasamos del papiro al rollo de piel de cordero, y de este al pergamino, y del pergamino a la imprenta, cuyo invento se atribuye al alemán Johannes Gutenberg, aunque los mismos romanos habían hallado el modo de imprimir inscripciones sobre moldes de arcilla unos mil años antes. Es verdad que a partir de Gutenberg ya nada fue lo mismo, y para coronar el proceso hacia los libros y la lectura aparecieron los filósofos ilustrados que, como Kant, pusieron el acento en la ineludible necesidad de ilustrarse, o sea de iluminarse bajo el resplandor sagrado del saber. Lo contrario era ignorancia culpable, y yo creo que, bien miradas las cosas, nadie puede discutirles ese punto, salvo que para un pueblo o para un individuo sea absolutamente imposible acceder al conocimiento.

Lo que abunda entre nosotros es conocimiento. Mares, océanos, abismos siderales y edades ciegas de conocimiento parecen brotar de internet siempre y cuando tengamos las ganas y el ingenio de comenzar una búsqueda cualquiera. Uno de nuestros problemas es, precisamente, contar con esas ganas y con ese ingenio. El otro problema sigue siendo la pregunta inefable. ¿Qué destino le aguarda al libro impreso? ¿Pasará, tal vez, a ser una pieza de museo? ¿Pasarán las mismas bibliotecas a ser piezas de museo que oficien como atracción turística para legiones de ignorantes curiosos? ¿Y ser un ignorante curioso no es en sí mismo una contradicción?

Mientras me planteo estas interrogantes, creyendo -como creemos todos, que soy tal vez el ombligo del mundo y que nadie más en el planeta se plantea semejantes dilemas-, me encuentro con un maravilloso artículo escrito por el escritor español Jorge Carrión, quien, por una de esas insólitas casualidades de la vida, se está planteando algo parecido. Fue Carrión quien publicó, hace seis años, un ensayo narrativo sobre la historia de las librerías, como otros publican sobre la historia de las bodegas o de los monasterios, y tuvo un éxito impensable, según sus propias palabras. Entre nosotros ocurrió algo parecido, bastante antes.

En el año 2002, el escritor argentino radicado en Uruguay, Carlos María Domínguez, publicó La casa de papel, libro que no guarda la menor relación con la archifamosa serie española de ladrones de bancos. Dado que en mi cabeza sobrevuela todavía mi reciente viaje a España, y teniendo en cuenta que el caudal de las anécdotas es misterioso y renuente como un manantial secreto, no pensaba dedicarle una sola línea a ese tema, pero hay algo que viene a cuento.

En mi segundo día en Madrid, fui a visitar la fuente de Cibeles, que viene a ser una especie de ícono sagrado de la ciudad, por varios motivos. Uno de estos motivos es que se ha convertido, desde los años 60, en sitio de celebración de triunfos futboleros, sobre todo por parte del Real Madrid C. de F. Otro motivo, mucho más viejo, es que de allí manaba la mejor agua que bebía Madrid. Un caño estaba destinado a los aguateros que vendían casa por casa y comercio por comercio, y el otro caño era para el pueblo. Con el tiempo, el manantial quedó cubierto -aunque jamás cegado- por las modernas pavimentaciones y posteriores arreglos de la fuente. Sin embargo, parece que en caso de que suenen las alarmas de la Cámara del Oro del Banco de España, dichas bóvedas se inundarían automáticamente con el agua de la fuente de Cibeles.

Como podrán apreciar los lectores, la anécdota viene a propósito, por lo menos en lo que refiere a la casa de papel de la serie. La otra casa de papel, la de Domínguez, tiene que ver exclusivamente con el delirio, en cierto modo onírico, fantástico y claramente obsesivo, de construir una casa con libros. Habría que preguntarse dónde se queda la interrogante primigenia. ¿Qué destino le aguarda al libro en la era virtual? Jorge Carrión responde, aunque no de manera directa, que el mundo ya siente la necesidad “de volver a lo corpóreo, tras unos años de euforia virtual», o por lo menos experimenta el deseo de conocer más acerca de ese raro objeto que viene a ser el libro de papel.

La humanidad desea conocer los orígenes del libro tocante y sonante, aunque no me queda claro si ese deseo se debe a que el libro material está ya condenado y muerto de antemano, o a que se quiere regresar a él. Carrión habla de la angustia ante la intangibilidad de la red, y sin embargo expresa que el libro tangible está en crisis, lo cual no deja de ser algo contradictorio. Es cierto que en Europa hay un poco menos de fiebre virtual que entre nosotros, pero esa fiebre continúa en pie. Yo, en lo personal, no advierto la mentada angustia ante internet. No me convence tampoco la idea de Carrión de que el libro de papel es una suerte de consuelo ante esa fantasmagórica presencia de la virtualidad. Más desconfianza aún me genera otra frase de Carrión: “Tengo la sensación de que nos hemos cansado un poco de Facebook, Tinder o el Kindle, y hemos regresado a los teatros, los bares y las librerías”. Ojalá fuera así, pero por el momento me mantengo escéptica.

Estoy dispuesta a creer, sin embargo, que el libro material, con su escala humana, hecha a la medida de nuestro cuerpo y de nuestras manos, nos puede dar al menos una tregua frente a la vorágine del éter. No como un consuelo, cosa en la que tampoco creo, pero sí como un instrumento de indagación y de placer que consigue establecer con el lector una intimidad de la que está completamente desprovista la red.

En mi cabaña de la playa tengo unos cien libros a los que vuelvo, una y otra vez, con renovada gratitud. Si los dejé cerrados durante todo el invierno, los abro en primavera y los vuelvo a abrir en verano. Igual que en la infancia, cuando me olvidaba de las revistas de historietas que yacían húmedas en un rincón de la mesa de luz y las recuperaba y las leía como si fuera la primera vez.

La materialidad del libro puede llegar a ser, además, la única prueba de existencia de las leyes físicas y, por ende, el único instrumento de conservación de la cultura. Quién les dice. Ya Ray Bradbury imaginó catástrofes varias en las que perecía casi toda la humanidad y peripecias en las cuales los seres humanos mutan en alienígenas. ¿Por qué no habría de desplomarse la red virtual del planeta Tierra, cuando se cae todos los días en cualquier oficina administrativa? ¿Qué permanecerá entonces si no son nuestros viejos y queridos libros de papel, que continúan mirando con ojos enigmáticos el fabuloso despliegue del conocimiento virtual? Creo que, en definitiva, esa es también una pregunta interesante, pero, por el momento, dejo la reflexión en manos del lector.

 

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO