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Mundo

El problema de la delincuencia

La gran mentira de la seguridad y el monopolio de las armas

El derrumbe del esquema del uso de la fuerza como alternativa central para el combate a la inseguridad hace cada vez más ruido; hace unos días un joven de 14 años fue capturado por un doble homicidio y aceptó haber cometido otros 10; este joven viene de la comuna 13 de Medellín, donde hace 16 años se desarrolló una monstruosa operación que buscó acabar con la delincuencia, pero que claramente fracasó.

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El 27 de marzo un adolescente de 14 años fue detenido en Medellín, Colombia, acusado del doble homicidio de un comerciante y su mensajero, esto sucedió en una zona barrial y quedó registrado por una de las cámaras de seguridad del local de la víctima. El hecho generó gran impacto a nivel internacional, debido tanto a la edad del sicario como al hecho de que a este se le imputan al menos 10 homicidios más.

Es claro que, de todas las realidades urbanas alrededor del mundo, la de Medellín tiene unas particularidades que no se pueden trasladar a ninguna otra parte. Durante mucho tiempo se ha dicho que esta importante ciudad colombiana carga la herencia maldita de Pablo Escobar; sin embargo, el ascenso y caída del capo no son el origen sino un momento de tránsito en la dura realidad de una zona, donde las verdaderas razones que permiten la aparición de capos y sicarios, de verdugos, víctimas y cómplices están lejos de los focos de las cámaras y de las noticias, y esas sí son más comunes de lo que parece. Igual que en todas partes del mundo, el fenómeno de la urbanización acelerada, producto de la hiperconcentración de la producción en las ciudades, hizo que mucha de la población rural de la zona llamada Gran Antioquia y el Eje Cafetero se trasladara a Medellín, formando amplios cinturones de miseria; este factor, sumado a la violencia desatada desde inicios de los 80 en la zona cercana del Urabá antioqueño, hizo que los asentamientos crecieran de manera descontrolada.

En este ambiente encontró un fértil caldo de cultivo el narcotráfico, que reclutó soldados y generales para las bandas, pero no fue su origen. Pobreza, exclusión y una oportunidad de hacer dinero fácil son una combinación que nunca trae buenas consecuencias, en Medellín, en Montevideo o en Los Ángeles.

Con el tiempo, las pequeñas estructuras delictivas que se dedicaban a robar comercios, bondis o taxis se fueron estructurando y jerarquizando por medio de la siempre vigente ley del más fuerte. Casi simultáneamente, de las bandas se alquilaban los muchachos que cumplieron el papel de verdugos en una creciente carrera de desprecio por la vida. El interés que primaba era el del narco, pero nunca fue el único; los sicarios se hicieron tristemente célebres recorriendo las calles de Colombia en motocicletas DT100, RX115 o XT500 y matando por dinero, así grandes figuras de la política en Colombia fueron sus víctimas.

Dominaba el imperio de las armas, en los boliches de los callejones en los asentamientos llamados corrientemente “comunas” se veía sobre las mesas un revólver o una pistola con la misma naturalidad que se veían las cervezas o el refresco. Mientras tanto la historia siguió su curso y el gran imperio de Pablo Escobar llegó a su ocaso, sus lugartenientes se dispersaron, murieron o fueron presos, pero la realidad de las comunas no cambió.

El omnipresente cartel de Medellín se disgregó en pequeñas estructuras locales, una parte de su poder quedó en manos de la llamada “oficina de Envigado”, una estructura encargada de préstamos y cobranzas ilegales. Otras estructuras surgieron a nivel de barrios y sectores, entraron en confrontación entre sí por el control del micro y el macrotráfico y los soldados para esta nueva guerra volvieron a salir de los jóvenes de las comunas.

Estos jóvenes desde siempre entran al mercado de la muerte y la delincuencia siendo niños, a veces desde los 9 o 10 años se les encomiendan tareas como llevar armas de un lugar a otro o avisar de la llegada de la policía mientras los más grandes cometen los crímenes; desde los 12 o 13 empiezan a matar.

La política orientada desde el gobierno colombiano, con mayores o menores énfasis en lo local, ha sido siempre la aplicación de la fuerza para “controlar” las bandas delictivas. Durante los años 80, los policías encargados de patrullar los barrios disponían de un revólver calibre 38 como dotación; muchas veces los enfrentamientos se resolvían por la superioridad de la capacidad de fuego de las bandas, que tenían subametralladoras mini-UZI e Ingram.

Las voces más conservadoras clamaron por la reingeniería de la fuerza pública y la necesidad de armar a “los ciudadanos de bien”; se escuchó por todas partes la afirmación de que un arma en buenas manos podría salvar vidas y que era necesario aumentar el pie de fuerza en los barrios y que una policía mejor equipada sería la solución definitiva a la delincuencia desbordada.

Durante el gobierno de Andrés Pastrana, entre 1998 y 2002, llegó la anhelada reingeniería de toda la fuerza pública gracias al Plan Colombia, el pie de fuerza policial aumentó y la dotación fue mejorada, motos de alta cilindrada, autos nuevos y, claro está, muchas armas llegaron a las calles de las ciudades y cascos urbanos. La policía contaba ahora con un mejorado arsenal de fusiles Galil que, según los más optimistas, doblegaría a las bandas en cuestión de meses.

El punto más alto del esquema de intervención armada de los asentamientos y barrios más deprimidos en Colombia llegó el 16 de octubre de 2002, cuando durante la presidencia de Álvaro Uribe se lanzó la Operación Orión con el fin de “retomar el control del Estado” en la comuna 13; un operativo con miles de efectivos del ejército, la policía y la fiscalía encendió una batalla campal que duró dos días y de la que se reportó la muerte de 80 civiles y la desaparición de 300 personas, más de las que arrojaron los 12 años de dictadura en Uruguay.

La cinematográfica incursión tenía el objetivo de desmantelar estructuras armadas ilegales, algunas de ellas asociadas a las guerrillas de izquierda, y otras como parte de la dinámica de bandas armadas.

Sin embargo, 16 años después de esta acción, la realidad de la comuna 13 no es muy diferente; es verdad que ya no hay milicias de las guerrillas, pero prácticamente en ninguna parte de Colombia quedan. Para las bandas la realidad ha sido otra, se multiplicaron de manera exponencial y se hicieron más poderosas al no tener estructuras políticas que las contuvieran en lo local.

Los polícías de Medellín siguen patrullando con fusiles Galil por los barrios, pero las bandas ya no sólo tienen pistolas y subametralladoras, ahora también tienen Galil, que en muchos casos se los han quitado a los mismo policías muertos en los enfrentamientos, tienen fusiles AR15, e incluso han logrado a hacerse con los temibles AK47; es decir, ante el aumento del volumen de fuego de la fuerza pública, han reaccionado de la misma manera, fortaleciendo el mercado negro de armamento y municiones.

El gobierno colombiano asumió el problema de las bandas y la delincuencia por la vía más fácil, interpretando que la delincuencia existe por que no ha sido posible doblegarla en el ejercicio policial en términos de volumen de fuego; en la lógica de la confrontación, es un poco ingenuo pensar que por el hecho de que haya más pie de fuerza en las calles los delincuentes se van a asustar y van a repensar sus vidas sin sentido, tan ingenuo como pensar que, al haber más pie de fuerza, las dinámicas de la clandestinidad delictiva van a mantenerse inmutables, esperando a ser sorprendidas y desmanteladas.

Al contrario, con este tipo de intervenciones las bandas más grandes y cuyos miembros son los más sanguinarios se fortalecen, pues absorben a las más chicas que se suman a estas para no ser destruidas y se vuelcan a la adquisición de armas cada vez con mayor volumen de fuego, pues los únicos dos sectores de la economía mundial que no han sufrido ninguna crisis generalizada son el de la especulación financiera y el de las armas, ambos con sus respectivas réplicas en el mercado negro.

Es una verdad probada, no sólo en Colombia sino en Río de Janeiro, por poner un ejemplo, que la intervención armada a sangre y fuego es uno de los grandes catalizadores que un ambiente de conflicto social precisa para mutar en formas cada vez más complejas e inmanejables de delincuencia. La práctica hace al maestro y generar un ambiente de confrontación es la forma en que las bandas practican.

Una de las formas naturales de medir la “seguridad” en un entorno es, obviamente, por el número de crímenes cometidos y las grandes intervenciones armadas logran, estadísticamente, reducir el número de crímenes cometidos durante un determinado lapso, con lo que se genera una reconfortante sensación de victoria en las autoridades.

Sin embargo la historia, sobre todo la reciente, ha demostrado que una baja en el número de crímenes no es necesariamente una disminución en el número de criminales, que es lo que en última instancia buscaría toda aspiración gubernamental de intervención en contexto crítico.

La disminución inicial en el número de crímenes se da en la medida que las estructuras se recomponen a nivel interno y en su entorno próximo, los líderes son sucedidos y se restablece una cadena de mandos y responsabilidades en las estructuras golpeadas, que van aprendiendo rápidamente de sus errores y reconociendo sus debilidades. A partir de allí empiezan a comprender que parte de sobrevivir en su accionar pasa por controlar completamente un territorio y para eso precisan aumentar el volumen de fuego para confrontar a la policía o el ejército según el caso.

Esta es una espiral eterna que se repite constantemente a menos que se erradiquen las condiciones que generan ese tipo de dinámicas vinculadas a la pobreza y la falta de educación y oportunidades; es verdad que la policía debe contar con herramientas para confrontar la delincuencia, sin embargo, poner en el centro de la propuesta la confrontación como solución, es cocinar a fuego lento un problema mucho mayor, problema que trae situaciones asociadas como la inclusión cada vez más temprana de los jóvenes en las dinámicas delictivas. Tal es el caso de este joven en Colombia, él pertenecía a una banda llamada “Los agonías”, que actuaba en el barrio La Torre de la comuna 13 de Medellín, la misma a la que hace 16 años 3.000 soldados entraron para que no hubiera más delincuencia.

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