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La palabra besa y muerde

Por Marcia Collazo.

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Hace ya un tiempo colgué en mi muro la frase: “Si no sabes leer, no sabes escribir, y si no sabes escribir, no sabes pensar”. Un estimado amigo respondió que le parecía un tanto exagerada. Agregó que los seres humanos somos seres pensantes, aun sin saber escribir, y no le falta razón. Agregó que el saber leer y escribir ayuda muchísimo, pero es solo un complemento, y también tiene razón, pero solo en parte, en una muy diminuta parte, porque la frase no agota su significado en esas pocas palabras puntuales, sino que va mucho más allá.

Si es cierto que los humanos somos pensantes, es igualmente cierto que nosotros y solo nosotros hemos inventado la escritura, que es una de las principales expresiones del lenguaje, y por algo será. Una actividad, la lectura, es complemento indisoluble de la otra, la escritura.

El lenguaje no es la única actividad cognitiva que tenemos, sino una más en la compleja trama de capacidades como el pensamiento mismo, además de la percepción, la atención, la memoria, el razonamiento y todas las demás formas de expresar conductas e ideas inteligentes (inteligir el mundo). Para Noam Chomsky el lenguaje no se aprende (como se aprendería a manejar, por ejemplo, o a esquiar, sino que forma parte de nuestro equipamiento genético y es una habilidad de dominio, que depende e interacciona con el resto de las capacidades cognitivas. Nuestro filósofo Arturo Ardao, en su obra Filosofía de lengua española, dice que “el lenguaje es inmanente a otro ente, mucho más oscuro aun, del que brota y se alimenta: el pensamiento mismo. Pensamiento y lenguaje constituyen una unidad indivisible”.

Acá es donde entra la importancia de saber leer y escribir, ya que a la hora de formular ese pensamiento, cualquier pensamiento, es necesario poder acceder a otros pensamientos –ajenos– dotados de diverso grado de complejidad y de elaboración, por lo menos para no terminar malgastando nuestras energías en reiterar el proceso intelectual que otros ya recorrieron y que nos ofrecen con una no despreciable economía intelectual. O para no pasar por ignorantes y tontos, al enunciar una suerte de teoría que ya ha sido ampliamente analizada y trabajada con mayor brillantez y claridad conceptual por otros.

Para todo esto, como es obvio, necesitamos de la capacidad de leer. Para enriquecer nuestro pensamiento, para aprender a distinguir, a clasificar, a separar, a abstraer y a enunciar. Para pensar mejor, en definitiva. Para mejorar, como también dice Ardao, el proceso del sentido o del signo que nos impone nuestro lenguaje interior. Y, además, como si todo esto fuera poco, para acceder a la exteriorización de ese pensamiento, “porque su proyección histórica dependerá del ámbito y de la significación del idioma en que se expresa”. Las formas mentales del lenguaje, añade Ardao, así como sus formas verbales, “concurren así a sellar la suerte del pensamiento filosófico”.

La escritura, como parece evidente, es la contracara indispensable a todo este proceso. No solo de verbo o de oralidad vive el hombre. Si fuera por la sola capacidad racional que todos tenemos en cuanto seres humanos, pero carentes de la lectura y la escritura, y sin la concomitante acumulación y trasmisión de conocimiento, todavía nos estaríamos preguntando qué será ese globo de fuego que alumbra de día y nos da tanto calor en verano, o qué será ese líquido que cae sobre nuestras cabezas cuando el cielo se oscurece y se ilumina con unos culebreos inquietantes. Y todo eso por no mencionar el simple disfrute de la lectura, sin más. Borges dice al respecto que “la felicidad, cuando eres lector, es frecuente”. Y es cierto. Es, incluso, muchísimo mayor que la dudosa felicidad que puede deparar escribir.

Olga Tokarczuk, la reciente ganadora del Premio Nobel, de cuya prosa me he enamorado (lo confieso), dice que “todo aquel que en algún momento haya intentado escribir una novela sabe lo duro que es este trabajo”, y agrega algo en lo que siempre he meditado: “Hay que quedarse permanentemente encerrado en uno mismo, en una celda individual, completamente a solas. No deja de ser una psicosis controlada”. Y, sin embargo, a pesar de esas inclemencias, la escritura sigue siendo la contracara indispensable de la lectura, porque ¿cómo podría yo acceder al infinito placer de la lectura, si otros no se hubieran sacrificado por mí para escribir libros, dentro de su rigurosa celda personal? La propia Olga Tokarczuk ha sufrido lo suyo (yo lo sé bien) para crear esta obra que ahora leo, titulada Los errantes. Pero la felicidad que depara su lectura compensa con creces el sacrificio.

De modo, pues, que lo dicho por mi estimado amigo es cierto y no es cierto. Creo que él se refería, en el fondo, a la innata capacidad racional de todo ser humano, que nadie discute o pone en tela de juicio. Sin embargo, eso es solo la base o la piedra fundamental del conocimiento y de la creación. Imaginar cómo haríamos los hombres y las mujeres para generar y para acumular ese conocimiento y esa creación sin la lectura y la escritura, o sea sin esos signos del lenguaje que también son indispensables, es algo que me supera. Gracias a la escritura y a la lectura tenemos hoy algunas (no todas, por desgracia) de las obras de los clásicos griegos y romanos que esforzados copistas medievales leyeron, rescataron y redactaron (escribieron) en sus pergaminos iluminados.

Recordemos, por último, que para pensar de la mejor manera posible necesitamos del lenguaje, pero no de cualquier lenguaje sino de uno rico, profuso, vasto, del que podamos echar mano para dotar de mayor claridad a nuestros enunciados. Así como es necesaria una buena herramienta para realizar un buen trabajo –un bisturí afilado, un torno metalúrgico, una máquina de coser cuidadosamente regulada tanto en la fuerza del pie como en la tensión del hilo– así también son necesarias las palabras del lenguaje, cuantas más mejor, para formular con adecuada precisión nuestro pensamiento.

Y como dice otro gran filósofo, el mexicano Leopoldo Zea, esa frase tan conocida de que “en el principio fue el verbo” tiene una importancia que a veces se nos pasa desapercibida: “Verbo, logos, palabra. Diversas expresiones de un mismo y grandioso instrumento mediante el cual el ser humano no solo se sitúa en el mundo y el universo, sino que hace de ellos su hogar”. La humanización plena, tema del que mucho se ha ocupado Zea, no es posible sin la verbalización del mundo y su concomitante capacidad de lectura y de escritura, o de escritura y de lectura.

Cierro mis reflexiones con estos versos de Mario Benedetti:

“la palabra es un callejón de suertes

y el registro de ausencias no queridas

puede sobrevivir al horizonte

y al que la armó cuando era pensamiento

[…]

y ya que la palabra besa y muerde

mejor la devolvemos al futuro”.

 

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