Encerrado en una cárcel desde 1926, Antonio Gramsci analizó la crisis de liderazgo burgués en una Italia sacudida por el avance del fascismo, el impacto de la crisis financiera internacional de 1929 y la consiguiente explosión de la Gran Depresión, que culminaría en la Segunda Guerra Mundial. Para Gramsci, una crisis de hegemonía azotaba a las clases burguesas: el ejercicio abierto de la coerción había sustituido a la búsqueda de consenso como forma de dominación, al tiempo que las clases subalternas carecían de un proyecto de poder alternativo y de un liderazgo capaz de expresar sus intereses. Esta oscuridad, donde lo viejo muere y lo nuevo todavía no ha nacido, engendraba fenómenos patológicos, entre ellos el fascismo y el “infantilismo” de izquierda. Este análisis de Gramsci es hoy utilizado para dar cuenta de un supuesto resurgimiento del fascismo encarnado en movimientos de extrema derecha que proliferan en diversos países del mundo. También es utilizado para explicar el surgimiento de “bloques de poder” en países en desarrollo, que supuestamente imponen límites a la posibilidad de coaliciones políticas capaces de concretar los cambios necesarios para lograr un desarrollo nacional con inclusión social.
Estas interpretaciones de Gramsci conducen a un diagnóstico equivocado sobre la crisis y los conflictos que vivimos. La crisis de hegemonía burguesa que Gramsci analiza remite a un fenómeno más básico, que trasciende a su época. La referencia a lo viejo que muere y a lo nuevo que todavía no tiene voz apunta a un fenómeno más profundo y universal: el de una crisis de la estructura de poder que da origen a las clases sociales y fundamenta y legitima una determinada forma de dominación política. Es decir, ilumina un fenómeno que preexiste a la Italia de la década del ‘30 y ha estado presente desde los orígenes de la vida social. Esta estructura de poder, nunca estática y siempre apoyada en una matriz productiva que genera los bienes esenciales a la reproducción de la vida humana, tiene características específicas en cada época histórica y constituye en esencia la base de la repartición asimétrica del poder que impregnara al edificio social hasta que los conflictos que engendra estallen a la luz del día y deriven en un cambio social o en la desintegración de la sociedad. Así, analizar lo viejo que muere y lo nuevo que nace implica internarse en el estudio de la estructura de poder, local y global, en un momento determinado de la historia. Remite pues al análisis del modo de producción existente, de las fases y etapas de su desarrollo, de la coexistencia con otros modos de producción y de las formas en que todos estos fenómenos intersectan al poder y a las relaciones de fuerza en todos los ámbitos de la vida social: desde lo económico a lo político, lo social y lo cultural. Esto implica, pues, el análisis del accionar de una multiplicidad de actores sociales: clases sociales, fracciones de clase y facciones dentro de las distintas organizaciones: partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales, etc. La enorme complejidad de las acciones y reacciones de actores sociales operando en la “superficie” de la vida política descansa pues en esa síntesis telúrica y subterránea, que es precisamente la estructura de poder local insertada hoy en día en un ámbito global que la determina de distintas maneras. La actualidad de Gramsci es entonces inmensa: permite entender la idiosincrasia de la extrema derecha moderna, el porqué de su surgimiento y su relación con otro fenómeno silenciado constantemente: la emergencia de una nueva forma de totalitarismo, asociada a la crisis sistémica de un capitalismo global monopólico que ha engendrado conflictos que no puede resolver y galopa desbocado hacia un enfrentamiento inédito entre potencias nucleares.
Esta estructura de poder –el capitalismo global monopólico– ha incorporado regiones y países del mundo con culturas y sistemas políticos distintos y con economías y mercados con distinto tipo de regulación, dando así origen a una estructura productiva y financiera mundial que, más allá de las ideologías y de los sistemas políticos, concentra y centraliza el poder de un modo inédito en la historia de la humanidad. La dinámica de esta estructura de poder global reside en la maximización de ganancias en todos los planos de la vida social: desde lo económico a lo político y lo cultural. Esta lógica deriva en una puja creciente entre un puñado de mega-corporaciones trasnacionales por absorber mayores cuotas del excedente, de la riqueza acumulada y de los ingresos mundiales a través de todo tipo de rentas monopólicas. La dependencia tecnológica, el endeudamiento ilimitado y la guerra son los motores centrales a esta expansión monopólica/oligopólica que, al tiempo que concentra poder, genera un movimiento centrífugo de dispersión y de fragmentación social a lo largo y ancho del planeta.
Esta concentración del poder global penetra e intersecta a la economía, la política, la cultura y los valores de los países periféricos, y, al tiempo que multiplica países inviables, siembra desigualdad y conflicto geopolítico creciente. Hay sin embargo algo más: esta estructura de poder global es esencialmente insustentable: el endeudamiento ilimitado reemplaza al crecimiento de la economía real y apresura los tiempos de los ciclos capitalistas de crisis económica y financiera internacional. La economía real depende esencialmente de la explotación sin límites de recursos estratégicos no renovables, entre los que se destacan especialmente las energías fósiles. Esto ha dado lugar a una creciente depredación del hábitat, de la naturaleza y del clima, fomentando al mismo tiempo una guerra permanente por la apropiación y control de estos recursos escasos en las regiones que los concentran, y especialmente en el Medio Oriente. A su vez, el aumento de la concentración del poder va acompañado de creciente competencia entre Estados con sistemas políticos diferentes y entre un puñado de mega-monopolios y oligopolios enfrentados en una intensa competencia tecnológica con el objetivo de ampliar los mercados, territorios y espacios bajo su control (terrestre, marítimo, aéreo y estratosférico), impulsando en el proceso una revolución tecnológica liderada por la inteligencia artificial, fenómeno de consecuencias imprevisibles no sólo para la organización de las sociedades sino también para la supervivencia de la vida humana.
En su agonía, el capitalismo global monopólico se ha internado en una fase de desarrollo digital, donde la información pasa a ser una mercancía indispensable para maximizar ganancias, concentrar poder político y asegurar el control social. Esto ocurre al tiempo que el endeudamiento ilimitado apresura los tiempos de una crisis financiera internacional de consecuencias inéditas y la depredación de recursos no renovables de importancia estratégica aproxima la catástrofe climática e impulsa la escalada militar y el disciplinamiento económico. Todos estos fenómenos implican el dominio creciente de la coerción en el ejercicio del liderazgo mundial de los Estados Unidos, centro del capitalismo global monopólico. Una de las consecuencias de este fenómeno ha sido la emergencia en los últimos tiempos de un mundo crecientemente multipolar que cuestiona al rol del dólar como moneda internacional de reserva y busca escapar a las sanciones económicas estructurando nuevos canales de transacciones financieras y comerciales, donde los commodities tienen un peso cada vez más importante.
En este presente cada vez más turbulento, el mercantilismo, forma de expansión colonial, constituye la vía utilizada por los Estados Unidos para reconstruir su hegemonía mundial en peligro. Inmersos en una crisis política doméstica de gran intensidad y en crecientes conflictos geopolíticos, los Estados Unidos buscan ahora reconstruir sus cadenas de abastecimiento global apretando las clavijas en su “patio trasero”, y especialmente en aquellos países que, como la Argentina, tienen enormes recursos naturales no renovables. En este contexto, la dolarización adquiere extraordinaria importancia para disciplinar a la periferia y maximizar las rentas monopólicas y la extracción de recursos y riqueza acumulada.
Mercantilismo, dólar y petróleo
Los dos últimos presidentes norteamericanos, Donald Trump y Joe Biden, han definido una estrategia de reconstrucción de la economía doméstica que sustituye el liberalismo del Consenso de Washington vigente desde los ‘80 por una fuerte intervención del Estado para desarrollar la infraestructura y la producción industrial, con especial énfasis en determinadas áreas tecnológicas. Esto ha sido acompañado por una creciente guerra comercial con China a fin de obstaculizar su desarrollo tecnológico y su preponderancia en las cadenas de abastecimiento global, especialmente en las áreas consideradas de importancia estratégica para la economía norteamericana. Al mismo tiempo, tanto Trump como Biden han buscado fomentar una reestructuración del comercio internacional con el objetivo de controlar el abastecimiento de la economía norteamericana, “acortando” las cadenas de abastecimiento y localizándolas en la economía norteamericana y/o en la de países aliados [2].
Este mercantilismo norteamericano impactará sobre el rol del dólar como moneda internacional de reserva. Por un lado, aumentará la búsqueda de vías de intercambio financiero y comercial al margen del dólar, ampliando así la masa de los países que hoy componen a los BRICS. Por el otro lado, las limitaciones impuestas al comercio por el proteccionismo limitarán la disponibilidad de dólares planteando crecientes problemas a las economías periféricas dolarizadas y exponiéndolas a un mayor disciplinamiento político y económico. Asimismo, la dolarización aumentará la vulnerabilidad de la periferia al endeudamiento norteamericano: por cada dólar de crecimiento del PBI la economía norteamericana requiere hoy de 2,5 dólares de endeudamiento. La necesidad de la Reserva de acotar este endeudamiento incidirá sobre las tasas de interés y afectará a la periferia dolarizada.
Por otra parte, el proteccionismo norteamericano también intensificará la falta de liquidez del mercado de euro-dólares y la volatilidad de la deuda con derivados, y estos fenómenos afectarán a las economías dolarizadas o con fuerte endeudamiento en dólares. Constituido por depósitos en dólares en bancos extranjeros o norteamericanos en el exterior de los Estados Unidos, este mercado es uno de los más grandes del mundo, opera al margen del control de la Reserva Federal, requiere de un abastecimiento estable y fluido de depósitos en dólares, es muy vulnerable a los problemas de liquidez y está estrechamente ligado a una deuda con derivados que crece exponencialmente y constituye una de las mayores amenazas a la estabilidad del sistema financiero internacional.
Este contexto proteccionista se da en paralelo con una intensa escalada militar en el Medio Oriente que ya impacta sobre el abastecimiento de energías fósiles indispensables para el funcionamiento de la economía mundial. La grave disrupción del tráfico comercial en el Mar Rojo y en el canal de Suez tiene el potencial de reestructurar las redes del tráfico marítimo internacional, de reconfigurar el mapa del comercio internacional y de detonar una inflación internacional incontrolable.
Paradójicamente, la conjunción de estos fenómenos también ofrece a los países periféricos una oportunidad única de explorar una salida del área del dólar buscando una mayor interacción financiera y comercial dentro del mundo multipolar y fortaleciendo a las monedas propias, anclándolas en los commodities y recursos estratégicos que se poseen.
Argentina: Milei y la detonación “controlada”
En las últimas semanas el país vivió una nueva etapa en la ofensiva del Gobierno por imponer la dolarización a partir de una devaluación del 118 % en diciembre, seguida de un brutal ajuste basado en su mayor parte en los recortes de pensiones, jubilaciones, ingresos populares y transferencias a las provincias, seguido luego de nuevos aumentos de los combustibles, del transporte y de las tarifas públicas. Esto ocurre en un contexto de inflación desenfrenada, brutal caída de la producción y de las ventas, desempleo creciente, licuación de activos y pasivos y reducción drástica de la base monetaria. Estos fenómenos profundizan la miseria del 57 % de la población cuyos ingresos están bajo el nivel de pobreza y obligan a vastos sectores de la clase media a desprenderse de sus dólares para poder llegar a fin de mes. Estos dólares son rápidamente aspirados por el Banco Central para recomponer mínimamente las reservas con miras a concretar lo antes posible la ansiada dolarización.
En este contexto, un Milei enardecido enfrenta violentamente a los gobernadores y a sus aliados políticos más cercanos en el Congreso: un “nido de ratas” lleno de “traidores” que, sin embargo, necesita para asegurarse la legalidad de su DNU desregulador y privatizador, y la revisión de la Ley Ómnibus previamente cuestionada. El objetivo de Milei y su ministro de Economía es explícito: entregar rápidamente al capital extranjero los activos y riquezas del país –tierras fiscales, costas marítimas, recursos estratégicos, empresas del Estado, activos financieros etc.– y obtener libertad absoluta para acrecentar el endeudamiento ilimitado sin control institucional. Al mismo tiempo, el presidente oculta estos objetivos en una aventura mesiánica contra una casta política, muchos de cuyos exponentes forman parte de su propio gobierno.
Así, no existe registro en la historia contemporánea del país de una aventura extranjerizante de esta índole ni del aliento explícito otorgado a la misma por las máximas autoridades del FMI, del Departamento de Estado norteamericano y hasta del propio Trump, principal contendiente a la presidencia norteamericana en las elecciones de noviembre. Los mercados tampoco ocultan su entusiasmo: baja la brecha cambiaria y se disparan los bonos y acciones. El incidente con el gobernador de Chubut y sus aliados patagónicos no ha dejado huella en este cielo sereno. Sin embargo, expuso algo crucial: la Argentina está al borde de una balcanización inducida e impulsada por intereses que han colocado la mira sobre los recursos naturales del país, cuya importancia y necesidad mundial fue destacada por el propio secretario de Estado norteamericano en su visita reciente [4].
En este contexto, resuena con estruendo el silencio de los principales grupos empresarios de la Patria Contratista en relación a la dolarización y su impacto sobre la economía del país. No es de extrañar: esta dolarización concretará la voluntad reiterada de este grupo empresario de congelar a cualquier precio una redistribución regresiva de los ingresos, que coloca un chaleco de fuerza a cualquier demanda salarial en el futuro. Esta Patria Contratista es sistemáticamente ignorada en los análisis que hoy se hacen sobre la dolarización, la inflación, la corrida cambiaria, la sobrefacturación de importaciones y subfacturación de exportaciones, el balance comercial y de pagos, la restricción externa y el endeudamiento ilimitado. Esto es particularmente notable teniendo en cuenta el brutal crecimiento de las importaciones subsidiadas durante el último gobierno, y su evolución actual: en plena recesión, su monto iguala al rescatado por el Bopreal, esos bonos que por primera vez en la historia entregan dólares papel a cambio de deuda en pesos por importaciones pasadas, marcando así el inicio de la dolarización. Detrás de esta naturalización de la Patria Contratista está el desconocimiento de la matriz productiva que la crea y reproduce, y la existencia de una verdadera “casta política” que distribuye subsidios y destruye la legitimidad de las instituciones democráticas. Frente a la estrategia del Gobierno de dolarizar y promover una rápida demolición “controlada” se impone, hoy más que nunca, un profundo debate sobre las causas que nos llevaron a este presente tan turbulento y sobre las consecuencias de estos fenómenos sobre el futuro de la nación.