El punto de encuentro era el parque Marx-Engels-Forum, en el centro de Berlín, cerca de la torre de la Plaza de Alexander. Unas doscientas personas se concentraron el jueves 27 de abril y, tras comunicarse con la policía, se pusieron en marcha silenciosa a lo largo de la avenida en dirección a Unter den Linden. Cada día de esa semana han marchado en silencio, ellos y otros cientos de medioambientalistas, por diferentes calles de la capital con pancartas en las que llaman a la reflexión sobre la emergencia climática. Toda Alemania discute sobre las protestas de este grupo ecologista llamado “Última generación”, que desde el lunes anterior había anunciado que iban a paralizar la capital con sentadas en las carreteras, a las que se pegan las manos con pegamento instantáneo.
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Decenas de veces al día se repetía la escena: los activistas cruzan un semáforo mientras éste está en verde, se sientan y se pegan las manos al asfalto. La policía ya acude al lugar con las herramientas necesarias para despegarlos y no tardan mucho en reanudar la circulación. Sin embargo, según los bomberos de la capital, que no solo apagan fuegos sino también se encargan de las ambulancias, desde el comienzo de las acciones se habrían visto impedidos para llegar a lugares donde les llamaban de emergencia. El grupo niega las acusaciones y se defiende alegando que dejan siempre una persona sin pegarse por si hay una emergencia y que comunican las protestas, lo que el sindicato de bomberos ha negado a su vez. Varios activistas han soportado insultos y ataques de conductores furiosos, así como algunos casos de llaves dolorosas de la policía al levantarlos, que incluso son objeto de investigación interna por posible uso desproporcionado de la fuerza. Ya son dos las condenas de cárcel contra personas de dicho grupo por cortar el tráfico y por pegarse a un cuadro en un museo.
Hasta aquí lo que se lee en los diarios, lo que ocupa los programas de debate. Unos dicen que el método de protesta es muy radical, otros que hay que endurecer las leyes como han pedido los cristianoconservadores en el Bundestag (y han rechazado los partidos de la coalición gobernante). De lo que no se habla tanto en Alemania es sobre el cambio climático y sobre las medidas que se toman para frenarlo, más allá de los planes gubernamentales, que son no solo insuficientes, sino también contradictorios. Eso sí, Doñana sí ha sido noticia. Tampoco se habla demasiado de las reivindicaciones de este grupo activista. Un comentario de la radio pública Deutschlandfunk los califica de “activistas conservadores, fieles al sistema”. El periodista asegura que lo que el grupo pide es “en buena parte el programa del gobierno”.
Las reclamaciones concretas de las acciones que realizan estos días en Berlín son tres: un ticket de 9 euros para todo el transporte público nacional, un límite de velocidad en las autopistas de 100 kilómetros por hora y la medida más importante: la constitución de una asamblea ciudadana en la que se discutan propuestas que se envíen al Parlamento, un “consejo social”, como lo han llamado. “Es un primer paso, por supuesto se trata de despertar las conciencias y de movilizar a la población”, explica a CTXT uno de los más veteranos de la concentración. “Habría que parar el mundo un par de días para que todo el mundo reflexione sobre la crisis climática”. Las acciones son precisamente eso: un momento de disrupción de la rutina diaria para alertar de lo que se nos viene encima más allá de los 1,5 grados. “En principio nos manifestamos siempre contra la ignorancia”, dice el activista haciendo referencia a otras movilizaciones como las del grupo Ende Gelände, que en 2022 protestó contra la construcción de terminales de gas licuado en el puerto de Hamburgo. “La ignorancia, no por falta de datos, sino en muchas ocasiones por la propia rutina en la que estamos inmersos, que se ve alterada cuando se corta una calle así”.
Un chico joven explica que había participado también en las protestas masivas del grupo Fridays for Future, tras las cuales el Gobierno de la entonces canciller Angela Merkel concretó un paquete de medidas para mejorar el clima “totalmente insuficientes”, a su juicio. Una mujer porta un folleto en el que puede leerse: “Hoy hemos salido a la calle porque el gobierno alimenta la crisis climática”. Y sigue: “Estamos alcanzando el punto de no retorno climático y el gobierno se niega incluso a cumplir sus propios objetivos, que ya son demasiado limitados”. La propia coalición de verdes de Die Grüne, socialdemócratas del SPD y del partido liberal FDP, “no cumplen la constitución”, según ellos, y Última Generación “opone resistencia ante esa injusticia”. Para los activistas, la crisis climática provoca un sentimiento de impotencia en las personas, que piensan que no pueden hacer nada al respecto. “No faltan soluciones, sino el deseo político de implementarlas”, reza la octavilla.
Mientras tanto, el canciller alemán Olaf Scholz se encontraba en otro barrio de la capital presentando el ticket transporte que ha aprobado el gobierno por 49 euros al mes. El canciller recordaba allí mismo, eso sí, que el objetivo del país es que unos quince millones de coches eléctricos individuales recorran el país en 2030. Para Última Generación y todo el que tenga ganas de leerse los informes sobre el clima, ese tipo de anuncios y políticas son una forma de cerrar los ojos ante el abismo y de querer pensar que todo saldrá bien sin tener una base sólida. 1.600 científicos han firmado un documento en apoyo de los activistas en el que piden “actuar y no criminalizar”.
En la misiva, recuerdan que hay “estudios recientes que predicen un aumento de temperatura de 2,7 grados con la emisión actual de los gases de efecto invernadero para 2100” y que “el calentamiento global amenazará de forma masiva nuestras vidas”. Explican que Última Generación y otros grupos y organizaciones piden en ocasiones “objetivos simbólicos que sean un ejemplo para la implementación de esfuerzos serios por los responsables políticos”. La protesta debe ser entendida como desobediencia civil, “parte integrante de la cultura política que no solo está justificada, sino que en determinadas situaciones es incluso necesaria”. En ese sentido, los científicos piden a los medios de comunicación no ridiculizar a los activistas, ni retratarlos como peligrosos o moralmente dudosos. “Sobre todo hay que informar de los motivos que les llevan a protestar”.
Sin duda, la crisis climática y medioambiental afecta a todos, pero en Alemania la situación se ha agudizado desde el comienzo de la invasión de Ucrania. Por un lado, el gobierno alemán renuncia a usar el gas ruso, la hasta ahora piedra angular de su Energiewende (plan de salida de la energía fósil), reabriendo más de una decena de centrales de carbón y situándose como uno de los mayores emisores de dióxido de carbono de Europa. En 2022, un tercio de la electricidad que se produjo en el país procedía de la combustión de hulla, una de las fuentes más perjudiciales para el calentamiento global. Son necesarios cambios radicales y el abandono de los combustibles fósiles, pero esa transformación requiere un plan y el gobierno alemán, con el partido verde Die Grüne en el Ministerio de Energía y Economía al frente, parece no tenerlo.
La última medida que han presentado, por la cual todas las casas habrían de dotarse de bombas de calor a partir de 2024, ignora por ahora el coste elevado de aislar los edificios para que la medida sea eficiente y llevará a un aumento del consumo de energía eléctrica, así como de las facturas de la luz y los alquileres. Sobre todo, en los meses más fríos será necesario quemar más carbón y gas, que ha sido, a su vez, sustituido en buena parte por gas de fracking, que es más contaminante. El gobierno, en lugar de reparar las tuberías de Nordstream y negociar con Rusia, tiene un plan para construir doce nuevos terminales de gas licuado en los mares del Norte y del Mar Báltico. Los vecinos de varias islas y varias organizaciones ecologistas se manifiestan en contra de un plan que pone en riesgo el ecosistema de la zona.
El gas importado se transformaría en electricidad en la decena de nuevas centrales eléctricas de gas cuya construcción ya han autorizado. Es obvio que con el plan de las bombas de calor y todos los millones de coches eléctricos que se quieren poner en circulación se necesitará más energía eléctrica de la que se consume hasta ahora. Las renovables no van a poder suplir la demanda a corto ni medio plazo. Además, alrededor de la mitad de paneles solares que se prevé instalar se colocaría en superficies que podrían ser dedicadas al monte o la agricultura, que además aumentarán en precio de alquiler por la especulación dificultando la rentabilidad de la agricultura.
Por otro lado, el país tiene un plan urgentísimo de mil millones de euros no para la crisis climática, sino para rearmarse hasta los dientes con un presupuesto especial fijado ahora en la constitución. El ecologismo y el antimilitarismo no tienen más remedio que ir de la mano. De todos los activistas con que CTXT habló el jueves 27 de abril, tan solo uno de ellos entendía que la guerra en Ucrania y el cambio climático también están directamente conectados, estaba a favor de un alto el fuego y en contra del rearme. El resto destacaba el derecho en este momento de Ucrania a defenderse del agresor ruso. “A la larga habría que desmilitarizar, pero no ahora dejando a Ucrania en la estacada”, explicaba la mujer que repartía folletos. Y con ello expresaba, sin darse cuenta, el problema del escaso movimiento antimilitarista, dividido en torno a la cuestión ucraniana y que en parte está siendo cooptado por la derecha negacionista del cambio climático. Un email de CTXT a la organización Última Generación con estas preguntas no fue respondido. Cada empresa, cada persona, cada gobierno tiene una buena excusa para posponer para mañana algo que sabe que, de no abordar ahora, puede llevar a todos al abismo.
Por Carmela Negrete (vía Ctxt)