En Uruguay transcurre todavía el verano. Un tiempo en buena medida adormecido, plano y silencioso, como suele serlo durante las vacaciones. Es cierto que ya se va cocinando, lenta pero inexorablemente, el advenimiento de la realidad, esa cosa malévola, cargada de obligaciones y de fastidios, que tiene la mala costumbre de colarse en nuestras vidas del modo más violento y, por qué no, inesperado. Pero todavía estamos en verano, y aunque la temporada estival no equivale a vacaciones -no para muchos miles de uruguayos-, el adormecimiento continúa, a pesar de las recientes elecciones partidarias, del inminente regreso a clases, de los sombríos pronósticos que nos deparan ciertos acontecimientos políticos y demás.
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Menos mal que vinieron a romperlo en buena medida las murgas, esas inefables musas populares cuyo poder de agitar las aguas del pensamiento no deberíamos subestimar. Como toda expresión artística, nos podrán gustar más o menos sus mensajes, sus caídas y sus retrocesos, sus gritos de alerta y sus humoradas. También es verdad que más de una vez se han dedicado a guaranguear, a balbucear y a reforzar prejuicios y estereotipos más bien lamentables.
Pero las murgas, como pregoneras de cierto sentimiento de la gente que está ahí, flotando en el quehacer social o escondido debajo de la rutina diaria, han sabido denunciar tales prejuicios, cómo no, por más que tantas veces hayan contribuido a abonarlo, reforzarlo y dejarlo bien atornillado en la conciencia de los buenos vecinos. Sin embargo, hay que reconocer que la murga siempre ha tenido momentos geniales, desde su misma aparición histórica, y a esos altos momentos debe una fama bien merecida, que se ha ganado su sitial en la memoria y en el imaginario colectivo a través de las tradicionales retiradas, con su bombo, platillo y redoblante y su ritmo “a marcha camión”.
En ese proceso la murga se ha ido transformando, enriqueciendo su acervo artístico, su expresión musical, su canto, su integración en términos de desarrollo humano, con la incorporación de artistas femeninas, y más que nada sus contenidos. No soy una especialista en murga ni mucho menos. Confieso que nunca fui una entusiasta del género y, sin embargo, ¿quién no recuerda las despedidas de Asaltantes con Patente, sobre todo aquella de “Un saludo cordial”, que sonaban en los viejos discos de vinilo de nuestros padres y abuelos?
Yo de chica no entendía casi nada de lo que decían. Veía además las caras de las mujeres de mi familia -aunque a veces también las de los hombres- de gesto torcido, meneando la cabeza o con un brillo de indignación en la mirada, y entendía menos. Pero cuando las letras les arrancaban sonrisas y satisfacción, cosa que también ocurría, a mí se me iluminaba el alma y, aunque siguiera sin entender, me empezaban a gustar. Así, entre idas y venidas, entre alegrías y calenturas, entre rechazo y admiración ferviente, conviví con el fenómeno de la murga como todos los uruguayos, hasta que me encontré con el tema “El tipo de la radio”, de Tabaré Cardozo.
Entonces, y recién entonces, fue cuando comencé a interesarme de veras por la murga. La combinación de géneros musicales me pareció genial, y también me pareció genial la letra (y eso que jamás de los jamases me habría identificado con la emoción alucinante de un gol, sacando las ocasiones en que Uruguay jugó en los mundiales). Ahí me di cuenta de que era arte sin vueltas. No me vayan a preguntar, por favor, qué cosa es el arte, porque se trata de uno de los más profundos misterios de la humanidad, pero cuando adviene, está ahí, con su evidencia atronadora, y nada ni nadie puede enmascararlo, silenciarlo o reprimirlo. El problema del arte es que suele meterse con las llagas más recónditas y dolorosas de la gente, y eso no les gusta a los autoritarismos de todo pelo y color. Será por eso que los totalitarismos, las dictaduras y los abusones del poder, odian y seguirán odiando el arte, aunque muchos de ellos se llenen la boca con él. Sabrán mucho sobre nombres y épocas, estilos y anécdotas, pero no comprenden nada acerca de su mensaje más visceral. Y eso es un poco (salvando las distancias que pudieran existir entre las diversas expresiones artísticas) lo que sucede con la murga.
Este año, grandes exponentes del género han sabido meter el dedo en la llaga de los males sociales, y especialmente de las miserias políticas, y han levantado la consiguiente polvareda. Han despertado olas concéntricas de euforia y esperanza por un lado, y de indignación rampante por el otro. Las murgas de este año han sido amadas y odiadas en grado extremo, y por más que el entusiasmo y el amor haya sido mucho más grande que el odio, bien se sabe que el poder destructivo de este último no suele depender del número sino ante todo de la fuerza.
La derecha se puso verde de rabia y despotricó contra ellas mediante una nutrida gama de denuestos, con lo cual solamente consiguió que aún los más indiferentes corrieran a ver y a escuchar a determinados conjuntos, para saber qué tan terrible podía ser la cosa. Yo no me había acercado todavía a ningún tablado, pero de repente empecé a sentir, a través de la radio más que nada (ya que no miro televisión), la expresión de ese odio, de ese rencor, de ese escándalo alimentado en el corazón de un puñado de gente que se sentía mortalmente ofendida. ¿Cómo es posible que se atrevan a darle tanto palo a un gobierno nuevito que ni siquiera se ha estrenado? ¿Cómo pueden ostentar tanta maldad contra un equipo que aún no ha comenzado a paladear las mieles del poder? No es posible. No se puede tolerar. Se olvidan de que ese fenómeno forma la sustancia y la médula de todas las artes, sean cuales sean.
El demonio del arte está en su naturaleza, y de no ser así, no serían murgas. A la pregunta ¿qué es el arte?, respondió Tólstoi en 1898 definiéndolo como una comunicación que sólo es válida si las emociones que transmite pueden ser compartidas por otros seres humanos. De esta manera señalaba la imperiosa necesidad de una acción cómplice. Pero tal complicidad no significa únicamente compartir o aceptar el mensaje del arte, sino ante todo hacerlo propio, a través de cierta comunión con la forma particular de la obra. El sistema de lenguaje que suele utilizar el arte es el que proporciona el registro y la comprensión de lo que se percibe en la realidad contante y sonante.
En este sentido, la capacidad de la murga de imitar, de amoldar, de reinterpretar y de denunciar es casi irreemplazable. Lo que muestran es el mundo tal y como les llega. Tal y como nos llega. Les guste o no les guste a los destinatarios de sus críticas. Ya Aristóteles habla de la imitación como esa capacidad de mímesis, según la cual se buscan modelos de referencia para el propósito del artista (Picasso buscó un toro, un caballo, una mujer gritando y una paloma en el Guernica, por poner solamente un ejemplo), pero esto siempre debe hacerse a través de un lenguaje propio, puesto que ahí reside el único valor de una obra de arte: su poder creativo y su originalidad. Yo no me voy a pronunciar sobre los contenidos de las potentes murgas de este año. Diré solamente que las escuché, las disfruté y las valoré. Me sorprendieron en muchos sentidos. Agrego que, sea cual sea la opinión que podamos sostener al respecto, esas murgas han realizado una expresión artística, y el arte supone, entre sus elementos inmanentes, el fenómeno de la transgresión. Sobrepasar los límites del orden, de las pautas establecidas -y aceptadas-, quebrar y, por qué no, superar semejantes límites; esto es lo consustancial al arte, y por eso no podemos prescindir de él, y mucho menos censurarlo. Como dice Anthony Julius, “el arte tiene la obligación de impactarnos de una manera que permita descubrir una verdad en nosotros mismos o en el mundo”.