Así se titula uno de los más impactantes libros de Tveztan Todorov (Siglo XXI, México, 1991). La frase está poniendo el dedo en la llaga, desde el punto de vista de estos tiempos electorales, dado que nuestro juego democrático parece haber degenerado en un dualismo más propio de una tragicomedia que de una seria instancia pública. Más que nunca, los uruguayos nos hemos dividido en un “nosotros” (léase un bando político) y en los “otros” (léase la opción contraria). Se trata, sin embargo, de un rotundo empobrecimiento del juego democrático. Nos merecemos, como pueblo, algo mejor.
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Es verdad que la tolerancia brilla por su ausencia en tiempos electorales, y mal que nos pese, en estas elecciones todos empezamos a hacer descubrimientos. Por ejemplo, descubrimos que la vecina, el compañero de trabajo, la vendedora de la esquina, el prójimo, el compatriota, se ha decidido por el bando contrario. Y no tenemos más remedio que admitir que el otro es una entidad abierta, un yo, un individuo, un algo diferente a mí, capaz de sostener sus propias ideas y de perseverar en ellas, aun cuando estemos convencidos de que está sumido en el error y en el engaño. Pero esa vecina, ese compañero de trabajo, esa vendedora, ese prójimo y yo compartimos en el fondo un gran “nosotros”, inserto en un profundo devenir histórico: el de la sociedad como proceso, en el que todos estamos metidos, seamos o no conscientes de ello. Ese proceso es, como dice el filósofo Arturo A. Roig -a quien tantas veces he citado en estas páginas-, nuestra fuerza y también nuestra debilidad.
En momentos cruciales como los períodos electorales, la tierra tiembla y la diosa fortuna nos sonríe o nos pone mala cara. Según. Es ahí cuando necesitamos de alguna idea contundente, fundada y bien argumentada, que venga a echar luz sobre tantas tinieblas. Norberto Bobbio, iusfilósofo italiano de quien me he ocupado durante más de 15 años en las aulas de Filosofía del Derecho de la Universidad de la República, expresa en su obra Teoría general de la política que todos los ciudadanos deben ser libres de poder votar según su propia opinión, formada de la manera más libre posible, es decir, en una libre competencia entre grupos políticos organizados -a su vez- en competición entre sí.
Nadie en su sano juicio puede objetar semejante afirmación. Sin embargo, hace falta analizarla a fondo. Diseccionarla en todas sus partes. Considerarla pieza a pieza, como si desmontáramos un delicado aparato de relojería. Si aplicáramos esta idea de Bobbio al caso uruguayo, hay muchas cosas que nos van haciendo ruido. Para empezar, una coalición opositora formada por cinco partidos, unidos entre sí por el solo motivo de expulsar del poder a otro partido, ya parece algo que induce a la sospecha.
En tal sentido, Bobbio menciona una regla principalísima del juego democrático, a saber: los ciudadanos “deben ser libres también en el sentido de colocarse en condiciones de escoger entre soluciones diversas, esto es, entre partidos que tengan programas diferentes y alternativos”. Y aquí es cuando se intensifica el ruido, porque la coalición opositora está integrada, como todos sabemos, por cinco partidos variopintos -Partido Colorado, Partido Nacional, Cabildo Abierto, Partido de la Gente y Partido Independiente- que a todas luces tienen programas diferentes y alternativos, lo cual en sí mismo no es malo, sino más bien saludable; pero que por el mismo hecho de haber conformado una coalición o un bloque, sofocan y reducen las opciones de sus propios votantes de una manera inquietante, por decir lo menos.
Votarán, sí, pero no votarán en auténtica autonomía de conciencia, y eso es grave. Las condiciones de libertad, necesarias al juego democrático, resultan violentadas en su base. No quedan instauradas las circunstancias en que la elección política pueda considerarse realmente libre. Un alto porcentaje de los votantes de la coalición se encuentra ante el raro y peliagudo caso de no poder ejercer, en puridad, su oportunidad objetiva de elegir libremente. Bobbio lo remarca. Establece un vínculo directo entre la formación libre de la opinión política y la “libre competición entre grupos políticos organizados en concurrencia entre sí”. Señala que la elección solo es libre si existe la posibilidad objetiva de “elegir entre soluciones diversas, es decir, entre partidos que tengan programas diversos y alternativos”.
Una elección en la que se le presenta al votante una coalición formada a fórceps por unión apresurada de diversas opciones ideológicas, con el único fin de sacar de la cancha a otro partido, tiene que pagar un alto precio. Y ese precio es la anulación forzada de las diversidades y del pluralismo propiamente dicho. Si las alternativas resultan anuladas, la opción queda inevitablemente vaciada de sentido, o se orienta hacia convergencias aparentes y, en definitiva, engañosas.
La fatal tendencia reduccionista del pluralismo al dualismo, que en conclusión se ha instalado en nuestro juego electoral, no parece suficiente desde el punto de vista racional. En efecto, ¿es el dualismo un grado mínimo pero aceptable del pluralismo, tan caro a la democracia? ¿La elección reducida a dos opciones es una libre elección política? ¿O está, por el contrario, condicionada? Por lo menos, la estrategia seguida por la coalición supondría -como dije más arriba- un empobrecimiento del mentado juego democrático. Y es justamente ese empobrecimiento el que genera fenómenos como la apatía, el abstencionismo y el famoso desencanto, que corre parejo en todo el espectro ciudadano.
Los que no se reconocen en ninguna de las dos opciones -y véase que en este caso, una de esas opciones es, como hemos dicho, claramente forzada- no siempre se decidirán por el mal menor, explica Bobbio. Pueden seguir a sus respectivos candidatos, dentro del revoltijo de la coalición orquestada a las corridas, pero su actuar cívico ya ni siquiera estará ordenado en función de aquella dicotomía de “nosotros” y los “otros” porque en ese nuevo y estereotipado “nosotros”, pocos, muy pocos podrán reconocerse a cabalidad. Son las reglas del juego, se dirá. Pero se trata de un juego que está en nuestras manos propiciar o enmendar, en tanto somos, todos juntos, el soberano. Pues, como dice Juan Gelman, “tú destruyes el mundo para que esto suceda; tú construyes el mundo para que esto suceda”.