¿Cómo surgió la idea de un abordaje artístico a partir de las tierras de las fosas donde se hallaron personas desaparecidas?
Fue en la Universidad, durante el velorio de Eduardo Bleier. Él militaba con mi abuelo, que vivía en Tacuarembó y en ese momento estaba muy enfermo. Cuando fui a despedir los restos de Bleier, me imaginaba un cajón muy grande, por todo lo que significa un hallazgo y porque, además, él era grandote. Entonces, cuando vi el cajón tan chiquito, se me estrujó el corazón enormemente, y pensé: ¿todo lo que era él está ahí adentro? Ahí me di cuenta de que era él y la tierra. Y empecé a sentir y a pensar en la tierra, en que quería tener esa tierra.
Yo trabajo con fotografía experimental, por lo que venía en un proceso de necesitar el contacto directo y ya no tanto la cámara. Venía trabajando con el hecho de poner el objeto al lado de la emulsión sensible, para captar la energía de la víctima. Hice un trabajo sobre prendas de vestir de mujeres víctimas de feminicidio, y también con el vestido de Delmira Agustini. Entonces, quise la tierra para captar la energía de Bleier en el cianotipo, que es una técnica antigua que utilizo. Colocar la tierra sobre la emulsión fotosensible y generar, a través de un dibujo, un relato que quizás Bleier nos quiere contar. Decidí pedir la tierra a la Institución Nacional de Derechos Humanos, lo que me llevó un montón de trámites y permisos. En ese proceso, Josefina Plá —que era una de las directoras del Instituto Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo— me dice: “Manu, pero ya que estás pidiendo todo eso para Bleier, ¿por qué no lo pedís también para Julio Castro y Ricardo Blanco? Porque es el mismo proceso”.
Así fue que arranqué a pedir esas tierras y a trabajar generando imágenes a través del contacto directo entre las tierras y la emulsión fotosensible.
Tuvo mucho que ver mi abuelo porque en ese momento estaba muy viejito y yo no me animaba a decirle que su amigo [Bleier] había aparecido. Entonces, pensé en hacer una obra que fuera una forma de contarle el hallazgo desde un lugar de ternura.
¿Cuándo inició este proceso?
Hace cinco años atrás hice la primera obra, que fue un cianotipo gigante que revelé en la Playa de los Ingleses, frente al 300 Carlos, en Coimbra. Ahí comenzó este camino.
El proyecto propone un “ecosistema de la memoria”. ¿Podrías desarrollar esa noción y qué papel cumplen las plantas medicinales en ese ecosistema?
Cuando hablé con uno de los hijos de Bleier para pedirle permiso para trabajar, él me preguntó: “¿Y qué vas a hacer después con esa tierra?” Y yo le dije: “¿Qué querés tú que haga con esa tierra?” Y él me respondió: “Quiero que plantes”. Cuando me dijo eso, inicié un proceso. Yo estaba haciendo una residencia en el Museo de la Memoria de Montevideo, el MUME, donde me cedieron la glorieta del parque. Ahí generé un espacio que se llama Planeta Azul, donde hice un jardín plantando con esa tierra.
Después llegó el caso de Amelia Sanjurjo y comencé a plantar a partir de esa tierra. Esa etapa fue increíble porque había empezado la plantación sobre ella antes de saber su identidad. Hice una obra que se llama "El jardín de Amelia", que primero se presentó en Sauce y el año pasado en el MAPI. Había un vestido blanco que decidí bordar con hilos rojos muy largos, que salían del vientre de esa mujer desaparecida, de quien en ese momento no sabíamos la identidad. Dos días después de exponer esa obra nos enteramos que esa mujer era Amelia. Y Amelia estaba embarazada. A partir de ahí nació esta última obra, que es una ecuación. Porque lo que hago es seguir plantando, pero ya queriendo que la sala sea un ecosistema, pensando en los insectos que generan cambios en esas plantas.
Cuando hice la obra "En ella estamos todas", sobre Amelia Sanjurjo, estaba viviendo en comunidad, a diez kilómetros del sitio de los hallazgos y de las búsquedas del Batallón 14, en Toledo. Entonces, partí de una idea agroecológica, pensando en los restos con una filosofía de regeneración, donde esa energía que estaba en ellos se fue transmitiendo a través de la tierra y llegó a las flores que tenemos hoy. Recogí esas flores y empecé a sembrar caléndulas, calabazas, con el sentido del Día de los Muertos mexicano. Así empecé a soñar, a revivirlos a través de esas tierras. Y en ese plantar en las tierras de las fosas —porque mientras tanto también me llegó la tierra de Luis Eduardo Arigón—, empecé a construir este ecosistema, donde comenzó a surgir vida en muchos sentidos: en los pájaros, en las flores, en las abejas… en todo eso que poliniza. En la sala, es un ecosistema al que se le suma sonido, a través de los registros de la marcha, los nombres de los desaparecidos hallados, a través de la voz de los locutores de la marcha del 20 de Mayo.
Y al mismo tiempo están las plantas. Esta vez, las plantas pasan a ser plantas medicinales y plantas de poder. Yo las llamo así. No solamente planto como en obras anteriores, sino que ahora busco que sean plantas de sanación. Busco y sueño con que ellos no solo lleguen a nosotros a través de las plantas, sino que puedan ser nuestra propia medicina. Esas plantas, esas medicinas, son las que necesitamos frente a tanta angustia, frente al horror que atravesamos y a la búsqueda que todavía nos desvela. Creo que la sanación —y también la verdad— llegará por ese camino: por las plantas, por los cantos, por la comunidad. Porque si aún no los encontramos, es porque hay una parte de la sociedad muy enferma que guarda silencio y no nos dice dónde están.
"Memorias de la tierra" revela una intención clara de transmutación: del horror a la ternura, de la muerte a la vida vegetal. ¿Qué desafíos implicó el proceso de transformar esas tierras en algo fértil?
El principal desafío para mí es estar con las tierras, especialmente la primera noche cuando llegan. Encontrarme sola en medio del campo, al lado de un arroyo, o en el primer taller que tenía en Ciudad Vieja. Estar frente a esas tierras, escucharlas y superar el miedo que me produce tenerlas es el primer gran reto. No es fácil.
Luego vienen otros desafíos. Y pienso en El Eternauta, ahora que tanto se habla de esa historia. Comprender —aunque yo siempre lo tuve claro, porque mi obra siempre involucra a otros— que esto no se hace sola, que esta es una obra colectiva. Necesito estar en comunidad, necesito un grupo de trabajo, un curador, el permiso de los familiares. Yo soy apenas una persona con una gran responsabilidad, que lidera un proyecto, pero este proyecto requiere salidas colectivas. Por eso pienso en El Eternauta: no hay un héroe o heroína individual, no hay alguien que hace todo sola. Hay un equipo de trabajo. Y eso también es un desafío: superar el propio ego, escuchar y reconocer que siempre necesito a los demás.
¿Qué implica para vos colocar en el centro de Montevideo estas tierras?
Primero que nada, esta vez —y eso me pone muy contenta y agradecida—, gracias al apoyo de Alicia Lusiardo y del equipo del GIAF, por primera vez se presenta la tierra de los siete desaparecidos hallados por el grupo. Es un hito. Es poner, frente a los responsables de los crímenes de lesa humanidad, una prueba contundente. Es mostrarles, en la cara, la evidencia irrefutable de esos delitos. Ya no es necesario estar en Francia ni en ningún otro lugar lejano para entenderlo: es claro, es concreto. Los desaparecieron, los asesinaron y los escondieron. Ya no hay discusión posible sobre eso. Llevar esa prueba al centro de Montevideo es algo muy fuerte. Me sobrepasa. Y creo que también representa un triunfo colectivo: un triunfo de toda la sociedad civil uruguaya que ha luchado —y sigue luchando— en defensa de los derechos humanos y contra los crímenes de lesa humanidad.
La exposición también invita a la acción: a plantar, a llevarse una pizca de tierra. ¿Qué valor político le das a ese gesto?
Ese gesto es la obra. Ya no es algo personal, es una obra colectiva. Que dos días antes de la marcha se haya convocado a plantar en la Plaza del Entrevero es profundamente significativo. Para mí, ese espacio se vuelve un lugar de ternura. Es una manera de acompañar a los familiares y a todas las personas que recorrerán 18 de Julio. Aunque la marcha no llegue hasta la plaza, el hecho de colocar allí las tierras de los desaparecidos hallados, sobre la misma calle, significa que ellos van a estar con nosotros.
Eso me conmueve profundamente. Me transforma. Porque se trata justamente de eso: de marchar juntos. Y la única forma que encuentro de hacerlo es a través de un acto colectivo. Por eso la invitación a plantar, a cantar, a compartir plantas medicinales.
¿Qué esperas que el público se lleve consigo luego de recorrer la muestra o de participar en la plantación colectiva?
Que se lleven un poco de la vida de ellos y de ellas. Eso que intentaron borrar. Porque lo que quisieron matar no era solo un cuerpo: era una vida, una historia, un sueño colectivo. Esta muestra es, en sí misma, un acto de profunda rebeldía. Rebeldía contra la dictadura cívico-militar, contra los militares que intentaron hacerlos desaparecer. Pero no lo lograron. No los mataron del todo. Porque con esa tierra, con esa pizca de tierra que cada persona se lleva, los revivimos. En una casa, en una maceta, en un balcón, en un jardín o en una huerta. Cada planta que crezca allí será también un acto de memoria viva.