Javier García olvidó que fue él mismo quien anunció inicialmente que la primera patrullera debería ser entregada en junio de 2024 y luego en el primer trimestre de este año, lo cual no sucedió.
La decisión del Gobierno de Orsi con respecto a Cardama no tiene nada que ver con la situación de Danza y sí con la constatación de que la firma española no cumplió con los términos del contrato y hasta presentó una garantía de fiel cumplimiento de una empresa inexistente que, como lo señaló el secretario de la Presidencia de la República, Alejandro Sánchez, “es de papel”.
Obviamente, las dificultades del astillero Cardama para obtener garantías se han prolongado durante todo este proceso iniciado en diciembre de 2023, cuando el Estado firmó el oscuro contrato. Bajando el tema a tierra y aplicándolo a la vida cotidiana de cualquiera de nosotros, ¿cuándo alguien tiene problemas para obtener una garantía en la hipótesis, por ejemplo, de la solicitud de un crédito? Obviamente, cuando la persona, la empresa o la institución no son confiables y se duda de su capacidad para afrontar sus compromisos. Eso parece ser lo que le sucede a Cardama, que se ha pasado solicitando prórrogas para la presentación de garantías y, casi siempre, fracasó en su intento de obtenerlas. Es decir, nadie confía en ella.
Según el manual del capitalismo, la confianza es una expectativa firme de comportamiento, en cuyo marco se confía en que otros actuarán de manera adecuada, honesta y con previsibilidad. En ese contexto, esta cualidad es un requisito fundamental para la concreción de negocios, ya que facilita las operaciones económicas al cumplirse con lo acordado. Incluso, la teoría del denominado “capitalismo consciente” enfatiza en la confianza en el sistema, tanto en lo que atañe a las instituciones como a las personas. Ese es el único modo en el que el sistema funciona.
En lenguaje corriente, este concepto sería la buena fe con la que se actúa. Desde esta premisa se construye la confianza y sólo se puede tener confianza en una empresa sólida, que honre sus compromisos y que cumpla con los contratos que firma.
Ese es precisamente el meollo de la cuestión. Nadie puede confiar en una empresa que estuvo al borde de la quiebra y que enfrenta, desde hace tiempo, serios problemas económicos. Es lo mismo que otorgarle un crédito a un desempleado sin que nadie le salga de garantía. Si el deudor no paga, es la garantía —ya sea persona o empresa— la que tiene que hacerse cargo.
Es claro que la empresa no era confiable para nadie, excepto para el Gobierno de Luis Lacalle Pou, que le adjudicó el trabajo mediante la modalidad de contratación directa, luego de que la licitación internacional convocada naufragara, tras haberse desestimado la mejor oferta evaluada, que era la de la empresa China Shipbuilding Trading Co (CSTC). Las razones no fueron técnicas sino políticas, ya que la Administración derechista cedió a las presiones de la Casa Blanca para que tomara la errónea y drástica decisión. Habrá que indagar en por qué se optó por esta empresa.
Empero, la pregunta que hay que formularle a Javier García, que saltó como una hiena enfurecida no bien se conoció la intención del Gobierno de rescindir el contrato, es la siguiente: ¿Por qué se encomendó el trabajo a una empresa que afrontó serias dificultades financieras y tiene balances contables negativos?
En efecto, un informe de la consultora Dun & Bradstreet indicó que el astillero Francisco Cardama tenía un riesgo de quiebra alto, en cuyo contexto, en una puntuación de 1 a 100, donde 1 es el riesgo mayor, se le otorgó una puntuación de 2. Este análisis demostraba que la empresa no era fiable para encarar un proyecto 200 veces superior a su rentabilidad anual y que tiene una facturación anual menor al 20 % del valor de una embarcación como la ofertada. De este reporte se infiere, con meridiana claridad, que había serias dudas acerca del respaldo económico que tenía el astillero para manejar el flujo de fondos, desde la compra del diseño hasta los materiales, mano de obra y sistemas a lo largo del proceso de fabricación. Incluso, según el portal español Economía Digital, Cardama admitió en su último balance “tensiones de liquidez”, que afectaban su capacidad para cumplir con los plazos.
A todo ello se suma un conflicto societario. El empresario José García Costas —expresidente de la Cámara de Comercio de Vigo que controla el 39,6 % del capital de Cardama a través de su empresa Groupmar— se negó a firmar las cuentas de la empresa en 2024. El restante 59,8 % pertenece a Imbeira SL, sociedad liderada por el empresario Mario Cardama.
Estos problemas debieron ser motivos suficientes para no firmar el contrato. Evidentemente, los 30 millones de dólares que pagó el Estado uruguayo fueron un salvavidas para evitar que Cardama se hundiera y se ahogara.
El Partido Nacional, que se expresó como bloque criticando la decisión del Gobierno, parece estar más preocupado por los intereses de la empresa gallega —la cual nunca presentó una garantía válida— que por los del país. Ahora, que todo está en la órbita judicial, empieza a hundirse el Titanic blanco.