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Derribando estatuas

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Íbamos paseando sin rumbo por las calles de Madrid. Vimos un grupo de personas que, de pie frente a una estatua, escuchaba las explicaciones de un guía turístico. En la mañana invernal se recortaba contra el cielo azul la imagen de Eloy Gonzalo, soldado español conocido como el héroe de Cascorro, que en 1896 peleó contra los patriotas cubanos que pretendían liberar a la isla del dominio colonial. De pronto, del otro lado de la calle, se escuchó un grito: “¡Que viva José Martí!”.

El grupo de turistas se agitó sorprendido, pero nadie articuló una sola palabra. La exclamación provenía de tres viajeros latinoamericanos; y si bien no llegaron al extremo de derribar la estatua de Eloy Gonzalo, manifestaron con esa frase un hecho revelador, del que algunos analistas se han hecho eco por estos días: las estatuas no son un asunto de arte, sino un asunto de poder. Y esto es así, aun cuando no exista más que una delgada línea entre la expresión artística de esta o de aquella estatua y la subyacente expresión política que le ha dado origen.

En las últimas semanas, a propósito de la muerte de George Floyd, estadounidense y afrodescendiente que perdió la vida por notorio abuso policial, el mundo occidental se ha convulsionado una vez más en lo relacionado a la iconografía, o sea al conjunto de imágenes referidas a un personaje o a un tema histórico.

Durante la Revolución francesa, en el París de 1793, tras la decapitación de Luis XVI, se ordenó la destrucción de todos los símbolos de la realeza. El foco de atención de la muchedumbre se centró en la Galería de los Reyes, de Notre Dame de París, que no tardó en resultar arrasada por una vorágine de vandalismo. No se trataba, sin embargo, de monarcas franceses, sino de la representación de los reyes de Judá, ancestros de Cristo. El error de interpretación es anecdótico, pero el hecho en sí mismo resulta, además de polémico, bastante revelador de un sentimiento colectivo que se repite a lo largo de la historia.

En el Egipto del siglo XV AC, gobernó la reina Hapshepsut, a quien correspondía el trono por legítimo derecho de sangre y de sucesión, con la salvedad de su sexo. Su condición de mujer fue el pretexto perfecto para las luchas por el poder, y poco después de su muerte, en 1457 AC, se intentó borrar su memoria hasta las últimas consecuencias. Sus monumentos fueron atacados, sus estatuas destruidas y su mismo nombre borrado a golpes de martillo.

Basten estos pocos ejemplos -existen miles a lo largo del tiempo, como los excesos cometidos durante la revolución cultural china- para mostrar en toda su crudeza el fenómeno político que gira en torno a la destrucción de ciertas imágenes, en el marco de las más variadas circunstancias y revueltas sociales.

Durante los disturbios originados a raíz de la muerte de Floyd, han sido derribadas ciertas estatuas que encarnan, para los movimientos sociales que denuncian la discriminación racial y étnica, una inadmisible apología de sus opresores. Sin embargo, el principal problema de juzgar los hechos del pasado con parámetros actuales -parámetros que, por otra parte, están en continuo cambio, o evolución, o interpretación acaso mucho más profunda que la que imaginamos o suponemos hoy, lo cual vale para todas las ideas y para todos los órdenes- es el famoso anacronismo que tiende a enredar de manera confusa los vínculos entre la ética y la historia.

No se comprende, además, por qué tenemos que ir contra las estatuas solamente. Puestos en esa tarea, ¿qué sentido tiene no arremeter también contra libros y pinturas, edificios e incluso muebles y adornos de salón? El Coliseo romano no debería existir, con semejante lógica, puesto que cada una de sus piedras está empapada en sangre inocente y representa un cúmulo de crueldad y de martirio tan gratuito como infame. Claro que, por otra parte, si fuéramos a realizar un castigo ejemplar con cada una de las expresiones humanas de las que hoy nos avergonzamos, o nos arrepentimos o condenamos (en muchas ocasiones con justa razón), casi no quedaría ningún pensamiento humano sobre la faz de la tierra. Ni una ideología, ni una empresa histórica, ni una tradición, ni un recuerdo más o menos odioso que nos motive al cambio ni un ejemplo a seguir o a repudiar (que para eso también sirven las reflexiones históricas).

Aristóteles fue esclavista y habló de la esclavitud natural y de la esclavitud legal o por convención. Hegel fue un connotado machista (aseguró que las mujeres no están hechas para las ciencias más elevadas), además de sostener un eurocentrismo casi insólito, según el cual, no solamente los habitantes de América se hallaban en estado de inmadurez o inferioridad respecto a Europa, sino también las montañas, las selvas y los ríos. Augusto Comte habló, también en referencia a la mujer, de la “debilidad intrínseca de su raciocinio”. Kant se expresó en parecidos términos, y Schopenhauer llegó a afirmar que “se quedan niñas toda la vida” y no poseen inteligencia. Y qué decir del propio fray Bartolomé de las Casas, el apóstol de los indios, que para librar a estos de una servidumbre brutal, no tuvo mejor idea que sugerir la introducción de esclavos negros en las colonias españolas.

Lo expresado no equivale a postular un relativismo ético ni a aceptar de manera acrítica todos los hechos y discursos del pasado; la realidad es que nadie puede permanecer neutral ni adoptar una postura completamente objetiva frente a tales dimensiones, pero por eso mismo es prudente observar determinados métodos de acercamiento a los temas más urticantes y sensibles de la condición humana.

La destrucción no parece ser el camino indicado. Mejor sería, si vamos al caso, la creación de un museo de los horrores, o un cementerio de iconografía considerada irritante, escandalosa o insoportable, como hizo sin ir más lejos Rusia en 1992. Y, por último, parece necesario, en todas las dimensiones del actuar humano, dedicar unos minutos a meditar en los alcances y las consecuencias de nuestras conductas.

No hablo ya de la incoherencia que supone protestar y denunciar el racismo en Occidente, sin reparar ni por un instante en las monstruosas violaciones a los derechos humanos que acontecen todos los días en América Latina, en África y en amplias regiones de Asia. El pasado de exclusión, de sometimiento, de abuso y de maltrato no puede y no debe ser ignorado. Pero la justicia histórica no puede pasar por la destrucción ciega y arbitraria, sino más bien por la interpretación constructiva y, ante todo, por la educación.

No cabe duda de que existe un fenómeno que bien podríamos denominar elemento destructor de la escritura de la historia. Tal elemento irrumpe ante lo que se vislumbra como peligro o amenaza, sobre todo cuando tales peligros están vinculados a tradiciones y discursos cuya interpretación ética ha cambiado. Pero si este fenómeno se universalizara, nos quedaríamos sin nada. No se puede construir ejemplo edificante sobre el vacío. No se puede apelar a la denuncia y a la transformación sin un objeto a denunciar y sin una idea a transformar. No se pueden, por último, escamotear tales hechos e ideas, por más repudiables que sean, al juicio de las nuevas generaciones, para que puedan conocerlos y formular sus propias conclusiones. No se puede, en suma, caer en anacronismos, que siempre son irracionales, contradictorios y efímeros.

Como señala el historiador del arte Didi-Huberman, un pensador francés contemporáneo: “Partamos, justamente, de lo que parece constituir la evidencia de las evidencias: el rechazo del anacronismo para el historiador. Esta es la regla de oro: no ‘proyectar’, como suele decirse, nuestras propias realidades […] sobre las realidades del pasado”.

 

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