El anuncio tomó un giro abiertamente político y agresivo cuando Trump lanzó amenazas directas contra Venezuela y Colombia. En el caso venezolano, retomó su retórica hostil contra el presidente Nicolás Maduro, exigiendo su renuncia y la entrega de recursos energéticos que Washington reclama como propios. Bajo el discurso de la lucha contra el narcotráfico, el mandatario dejó entrever que las acciones militares estadounidenses podrían extenderse también a “tierra”, una afirmación que revive los peores recuerdos de intervenciones pasadas en la región.
Presión sobre gobiernos
En paralelo, Trump arremetió contra el presidente colombiano Gustavo Petro, a quien acusó sin pruebas de estar vinculado al narcotráfico internacional. Aseguró, sin evidencia alguna, la existencia de “por lo menos tres fábricas de cocaína” en Colombia y exigió su cierre inmediato. Estas declaraciones no solo tensan la relación bilateral, sino que refuerzan una estrategia de presión sobre gobiernos que no se alinean de forma automática con los intereses de Washington.
Las amenazas no se dan en el vacío. Operaciones militares estadounidenses en el Caribe y el Pacífico ya han dejado más de 100 personas muertas tras bombardeos contra pequeñas embarcaciones, sin que se haya demostrado su vinculación con actividades ilícitas. Para Venezuela, estos hechos constituyen actos de piratería internacional, utilizados para justificar la incautación de buques petroleros y el saqueo de recursos energéticos.
Aunque el proyecto de la “Flota Dorada” se presenta como un plan para reactivar la industria naval estadounidense y fortalecer su hegemonía militar, sus implicancias geopolíticas son evidentes. El despliegue naval, sumado a amenazas abiertas y acusaciones infundadas, revela una política de control e intimidación hacia América Latina, donde la fuerza militar vuelve a ocupar un lugar central como herramienta de disciplinamiento.