El 18 de noviembre de 1886 un abatido y ya ruinoso Máximo Santos, con el rostro ferozmente acribillado por un tiro a quemarropa recibido en agosto, en el teatro Cibils, por el teniente Gregorio Ortiz -quien se suicidó minutos después de su fallido atentado-, se presenta en el Parlamento y renuncia a su cargo de presidente de la República. Claro que lo de presidente era un decir, pues hay investiduras e investiduras; y la suya fue producto de una burda maniobra en la que se echó mano a subterfugios basados en la más perfecta conjunción del interés público con el privado, lo que le granjeó la cerrada oposición de casi todos los actores políticos de la hora. Por culpa del abuso, de la flagrancia, del descarado manejo de los dineros públicos en procura de su boato y engrandecimiento personal; por sus crímenes, su persecución a sus enemigos, su ataque al espíritu de la constitución y de las leyes; por su apoyo en sectores militares ebrios de violencia y de impunidad, como el tristemente célebre Quinto de Cazadores; por todos esos motivos y algunos más, había estallado en abril de aquel año la revolución del Quebracho.
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El escritor Enrique Rodríguez Fabregat, quien fuera miembro del Partido Colorado y, posteriormente, uno de los fundadores del Frente Amplio, escribió en 1941 la obra “Batlle el reformador” en la que relata los momentos épicos de esa revolución, que fue en cierto modo la más atípica de nuestras guerras civiles, pues fue protagonizada por un enorme número de estudiantes universitarios y de intelectuales, y concitó la adhesión de todas las banderías e ideologías nacionales, unidas en un solo cuerpo contra la tiranía de Máximo Santos. En las páginas de este libro, Rodríguez Fabregat expresa que durante aquella confrontación armada, “cuando todo parecía anunciar el fin, Batlle (por entonces un joven de 29 años) les grita a sus hombres: – ¡Adelante! ¡A la carga, que las balas del tirano Santos no matan!”. Y agrega el escritor con amargura concluyente: “Pero matan. Matan a una juventud heroica como matan en el alma transida de una nacionalidad…”.
La batalla del Quebracho significó una estrepitosa y sangrienta derrota para esa juventud mal armada y peor entrenada para el combate, pero su causa y su objetivo triunfaron. Poco tiempo después, durante el gobierno de Máximo Tajes, se disolvió el fatídico Quinto Regimiento de Infantería y se suprimió la no menos vergonzosa, cobarde e impune escolta presidencial, y con ello se produjo el golpe de muerte al militarismo.
¿Qué fue, sin embargo, ese período oscuro de nuestra historia, anticipatorio en más de un sentido de la dictadura militar de 1973? Hay que recordar, como primer abordaje a esta cuestión, que el propio Eduardo Acevedo menciona en sus Anales históricos los crímenes de Lorenzo Latorre (primer militar entronizado en el poder, en 1876). Ese período militarista -de 1876 a 1886- se instaló después del «año terrible» de 1875, marcado por la crisis política y económica y por la inutilidad práctica del gobierno principista de José Ellauri y su círculo elitista, que realizaba verdaderos torneos de oratoria parlamentaria, pero cerraba los ojos ante la realidad. Tras el breve período del gobierno de Pedro Varela, los militares treparon al poder, el 10 de marzo de 1876, llevados en andas -a Latorre literalmente lo fueron a buscar a su casa, para que implantara un estado de fuerza, represión y amordazamiento de las libertades y las garantías republicanas- por una oligarquía representada por el latifundio, la banca y el alto comercio. Se inicia así una década de gobiernos autoritarios, mientras llegaba al país la modernización tecnológica -ferrocarril, telégrafo, alambramiento de los campos, mestización del ganado, creación del Código Rural y un orden impuesto a sangre y fuego en la campaña, con la nueva policía rural, y en Montevideo con el temible Taller de Adoquines-. Durante los gobiernos de Latorre y de Santos se fortalece y se profesionaliza el ejército nacional, no para combatir contra ningún enemigo externo sino para reprimir al pueblo, en especial a los denominados vagos de la campaña; y la Asociación Rural, fundada en 1871, expresa por boca de Domingo Ordoñana, ante las brutales palizas y asesinatos de tales vagos y ladrones de ovejas, que “la campaña va siendo habitable”.
A esto responderá la prensa opositora manifestando que “la campaña es habitable para la gente de sable”. En efecto, el gobierno militarista no atendió ninguno de los profundos problemas sociales del país, como la extendida pobreza y la precariedad laboral. Si el alambramiento de los campos fue necesario y conveniente para asegurar la producción de la estancia y marcar los límites de la propiedad, por otro lado significó una drástica reducción de la de mano de obra, con la consiguiente expulsión de peones y agregados rurales que fueron a dar a los “pueblos de ratas”, y que sobrevivían a duras penas en medio de la más descarnada marginalidad.
Pero la oposición no se calló. El 18 de mayo de 1879, un joven de 23 años llamado José Batlle y Ordóñez publica su primer artículo en la revista El Espíritu Nuevo que, aunque de orientación universitaria, no se limitó a tratar temas educativos y culturales, sino que ingresó de lleno en la crítica al régimen. Y no solamente los “dotores” lo harían. Mientras Santos reforzaba la vigilancia en todo el territorio, el coronel Máximo Pérez, caudillo colorado de Soriano expresó que tomaba “la tacuara para redimir a los pueblos. Vengo a echar abajo el poder de los gobiernos escandalosos e inmorales que con los tesoros públicos han arrastrado la dignidad del país por el inmundo lodo del descrédito, conduciéndolo al último extremo de la degradación y el crimen”. Por desgracia, Pérez no comprendió que las guerras civiles tradicionales eran ya cosa del pasado, y perdió la vida en las primeras escaramuzas bélicas. En 1884 el Mayor Visillac, integrante del partido nacional, intentó sublevarse y también fracasó. Así llegamos a la Revolución del Quebracho, que duró apenas una semana pero que tuvo consecuencias decisivas. Los hechos de la historia, para ser comprendidos, deben colocarse en un contexto o en una urdimbre de acontecimientos; y si no se interpretan e interpelan, se convierten en simple letra muerta; una cosa aburrida, estéril e incomprensible, que no mueve ni conmueve a nadie. Sólo cuando indagamos en ellos, empiezan a surgir las motivaciones, los objetivos, los desvelos, los sueños y las utopías de variado calibre. Esto es lo que sucede con la revolución del Quebracho.
En abril de 1866, ya derrotado el alzamiento, Eugenio Garzón -hijo- le escribe al periodista Daniel Muñoz: «Los hombres, los pueblos que nos miran, se dan pocas veces el trabajo de buscar la causa de estas explosiones del sentimiento popular […]” que “no han sido ni son otra cosa que la resistencia honrada y legítima del país, que casi no ejercita otra función política, desde nuestra emancipación hasta la fecha, que la de resistir a los malos gobernantes que se alzan con los dineros públicos y tergiversan y estrangulan día por día y hora por hora las leyes tutelares de nuestra vida institucional». Estas frases, de profunda vigencia, podrían haber sido escritas ayer mismo. Cuántas veces cierta voz conservadora -la del famoso “algo habrán hecho”- se alza para condenar al barrer cualquier intento de protesta. Tal vez por eso agregó Garzón que “los orientales no hacen ya revoluciones impulsas por un espíritu estrecho de patriotismo, sino en nombre de la salud del país”, pues en aquel contexto de abuso sin límites, la protesta y la rebelión armada fueron el recurso supremo para imponer el respeto a las leyes, a las garantías, a las libertades, a la dignidad y al desarrollo de la sociedad.