Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME
Columna destacada |

La guerra fratricida en el Uruguay actual

Por Marcia Collazo.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

Recibo cartas de personas desconocidas, en su mayoría compatriotas, que residen en los sitios más diversos del mundo. Esos mensajes, que a veces son escuetos y en otras ocasiones son muy largos e incluso sostenidos en el tiempo, no dejan de emocionarme. Por lo general me dicen que me han escuchado en la radio, o me han visto en el nuevo canal de televisión por streaming (Esdrújula), o simplemente me han leído. Ya he dicho muchas veces que un libro es más inteligente que su autor, y la experiencia no hace más que confirmar esa creencia. De esto se ha ocupado largamente la filosofía de la hermenéutica, a través de los formidables aportes contemporáneos de pensadores como Paul Ricoeur y otros. Pues bien. Mi última novela, Heroica, nació en unas circunstancias de futuro próximo que nadie podía prever. Me refiero, como es obvio, a la pandemia del coronavirus, que paralizó todas las presentaciones de ese libro, a escasos cuatro meses de su aparición. Y sin embargo, es evidente que el libro se ha echado a rodar, y va labrando su propio camino. Hace una semana recibí unas líneas virtuales que decían: “A miles de kilómetros de casa, en un momento difícil, me agarro de Heroica. Gracias por escribirla”. Ese mensaje, al igual que otros, me hizo reflexionar en el poder y en el misterio de los libros, pero también en esa dimensión no menos misteriosa que denominamos patria, tierra natal, identidad y por qué no hermandad entre los integrantes de una comunidad. Personas que escriben desde lejanas tierras a propósito de una novela histórica que les habla, entre otras cosas, de su propio derrotero humano; personas que se sienten un poco desamparadas, acaso. Personas de cuyo sentimiento deberíamos aprender los que aquí seguimos.

Mucho se ha hablado en estos días de la necesidad de implementar mecanismos de diálogo y de participación entre los diferentes partidos o fuerzas políticas de nuestro país, en especial del Frente Amplio, que a pesar de contar con la mitad, por lo menos, del electorado nacional, se ha transformado en una oposición constantemente atacada por parte del gobierno. En momentos de crisis como el que está atravesando el Uruguay (crisis en todos los terrenos y en todos los sentidos) parecería muy sensato escuchar a la mitad de la nación, representada por el Frente Amplio. Pero no es así, y no se avizora la menor posibilidad de que ello ocurra. No voy a debatir aquí sobre la naturaleza y el funcionamiento de la coalición de gobierno, ni sobre su efectiva representatividad en la población uruguaya. Diré, simplemente, que el tiempo pasa para todos. Su rueda implacable no deja de girar sobre su eje, y nada ni nadie puede hacernos recuperar el tiempo perdido. Y me parece que los uruguayos, con prescindencia de su ideología política, hemos estado perdiendo miserablemente el tiempo, enzarzados en nuestras minúsculas rencillas, sepultados bajo nuestras mezquindades, ahogados en la soberbia estúpida de un único anhelo: aplastar al contrincante político, aniquilarlo, deshacerlo, reducirlo a escoria. ¿Y todo para qué, y en nombre de qué? ¿Qué ganaríamos en el instante siguiente, cumplido que fuera ese loco empeño? En el mejor de los casos, habríamos despedazado a la mitad de nosotros mismos. Vaya hazaña. Pero lo peor es que, como dije antes, mientras libramos esa batalla rastrera y demencial, el tiempo sigue pasando, y cada uno de sus segundos puede llegar a ser más destructivo que el anterior. Es como si en lugar de estar despiertos y activos, lúcidos e inteligentes, organizados y consecuentes con un objetivo superior, estuviéramos sumidos en una pesadilla.

Como dice Marcel Proust en su obra En busca del tiempo perdido (publicada en siete partes, entre 1913 y 1927) “Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta instintivamente, y, en un segundo, lee el lugar de la tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero estas ordenaciones pueden confundirse y quebrarse”. Así de confundidos y así de quebrados estamos, y el panorama que nos aguarda está lejos de ser mejor. En el fondo, lo que nos pasa a los uruguayos es la enfermedad del odio; el viejo odio partidario, del que hicieron gala y práctica refinada los partidos políticos blanco y colorado durante más de sesenta años de historia. Uno de los inefables ejemplos de ese odio, dotado como dije de un increíble refinamiento de mala fe y de inquina, es el mensaje de Julio María Sanguinetti en recuerdo de los cuarenta y ocho años del golpe militar en Uruguay. Dijo en esa ocasión: “No olvidemos la adhesión al golpe del Frente Amplio y de la CNT”. Es como si dijéramos que el héroe de la defensa de Paysandú, Leandro Gómez, apoyó a los brasileños y a los colorados en el sitio a Paysandú. O como si declarásemos que Robespierre y Danton apoyaron a Luis XVI y al absolutismo prusiano y austríaco. Los ejemplos aberrantes podrían continuar. Y no es que demos demasiada importancia a tales despropósitos verbales, aunque desde luego ellos también tendrán su lugar (un lugar destinado al museo de los horrores) en la historia, pero tales expresiones revelan en toda su plenitud una intención que está en las antípodas de cualquier intento de sano diálogo, que logre trascender el barro de los enfrentamientos políticos en su peor contexto.

Como profesora de historia, muchas veces me ha tocado asombrarme, así como se asombran puntualmente mis estudiantes, frente a ciertos hechos descomunales de nuestro pasado como uruguayos. No les llamo descomunales por lo portentosos o ejemplares en el buen sentido, sino por lo desgraciados y maléficos. Bien se dice que la realidad es siempre más rica que la imaginación. En sus recíprocas matanzas del siglo XIX, los blancos y los colorados desarrollaron –y desde muy temprano, ya durante la Guerra Grande- algunas prácticas como el degüello de los prisioneros del bando enemigo, el descuartizamiento de los líderes principales y el vilipendio de sus cadáveres, cuyos miembros arrojaban a la puerta de sus casas de familia. Así aconteció, por ejemplo, con el famoso general Anacleto Medina, quien fue acribillado y cruelmente ejecutado en julio de 1871, en la Revolución de las Lanzas, corriendo su cuerpo el destino ya mencionado. Uno de los ejemplos más célebres es el de Gumersindo Saravia, hermano de Aparicio, cuya tumba fue profanada, su cabeza cortada y su cadáver expuesto ante las tropas enemigas durante muchos días. Actualmente, por suerte, no están de moda semejantes costumbres, pero cada tanto aparece una cuchillada o un lanzazo verbal de dimensiones tan horrorosas como vergonzantes,  para demostrar que después de todo no se ha terminado (ni mucho menos) la era civilización-barbarie entre nosotros.

Volviendo a Marcel Proust y a su obra, el tiempo perdido es una dimensión polivalente. Muchas, demasiadas, son las pérdidas de tiempo en el tiempo, valga la redundancia. El inexorable devenir debería ser aprovechado para sumar y no para restar. Para construir y no para destruir, en un estúpido derroche de pura banalidad humana.

 

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO