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Los descubrimientos de América y la negación del otro

Por Marcia Collazo.

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Ahí vienen nuestros descubridores, podrían haber exclamado los indios del Caribe, cuando vieron acercarse aquellos monstruos flotantes de madera. Con la más absoluta inconsciencia se habló durante siglos de descubrimiento del Nuevo Mundo, y se ensayaron mil y una justificaciones de la tropelía. Menos mal que ahora, los estudios científicos están revelando que los vikingos “descubrieron” Terranova casi 500 años antes que los esforzados iberos. La relativización de los absolutos forma parte de una dialéctica saludable. Por otra parte, es una afirmación incontrovertible -tal como expresa el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen, entre tantas otras voces- que la conquista española en América fue una empresa de pillaje y de violencia, inflamada y alentada por el fanatismo religioso y la vanidad heroica. Al cumplirse 500 años de aquel “encuentro de dos mundos” (eufemismo que pretende enmascarar la verdadera realidad de semejante choque de culturas) surgió por todos lados la pregunta fundante: ¿500 años de qué? Y empezaron a aparecer las voces silenciadas. Y brotaron las verdades amordazadas. Y alguien dijo, como en la fábula: el rey está desnudo. Tales fueron el abuso, la expoliación y las masacres, que ya en 1511, apenas 19 años después del primer viaje de Colón, el fraile Antonio de Montesino estalló en santa ira, durante su famoso sermón dirigido a los encomenderos españoles de la isla La Española: “Todos estáis en pecado mortal. En él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios?”. A consecuencia de ese trato verdaderamente genocida, los taínos -indígenas de la isla- fueron declarados extintos poco después de 1565, cuando un censo indicó que solo quedaban 200 indios en La Española, actual República Dominicana y Haití.

Darcy Ribeiro, antropólogo brasileño, expresa en su obra Indianidades y Venutopías que «durante los últimos siglos, primero forzada por la revolución mercantil y posteriormente por la revolución industrial, la humanidad presenció la reducción de sus caras étnicas -encarnadas en más de 10.000 pueblos- a menos de 2.000 […] Nunca antes había sido tan empobrecido y degradado el género humano. En ciertos momentos, parecía que todos los rostros del ser humano serian apagados para solo dejar florecer los blancos, europeos y cristianos». Pese a la enorme diversidad cultural y étnica de América Latina, la negación -o invisibilidad en términos humanos- de las culturas originarias sigue incólume. Por eso Enrique Dussel habla del encubrimiento de América. Lo que el «descubridor» encubre es todo aquello que no entiende, no puede ni quiere entender. Lo que se encubre es la humanidad del “otro” (ese a quien no deseo parecerme, a quien no me interesa emular), su alma o status humano, su lengua, su economía, su razón de ser en el mundo.

La Modernidad nació, para Dussel, cuando Europa se enfrentó con ese “otro” (primero con el moro, a través de las largas guerras de la Reconquista, y después con el indio americano). Tzvetan Todorov, por su parte, afirma que la conquista de América vaticina y establece nuestra identidad, a través de la nueva relación con el otro, el diferente, el que no cree en el mismo dios y no habla el mismo idioma.  Así, en esa avidez de dominio y de imposición, se constituye el “ego” conquistador, especialmente en el caso español, como un ego de la alteridad. Hablar de descubrimiento, en el caso de Las Indias, supone la gigantesca negación de ese “otro”, y el establecimiento de un mito fundacional basado en la violencia sacrificial, en nombre de un rey y de un dios, pero también en aras de intereses múltiples, entre ellos la avidez de riquezas (oro y plata ante todo). Esto es lo que Dussel denomina el mito de la Modernidad: un discurso que impone una relación de tajante alteridad (nosotros y los otros) como proyecto único y homogéneo; una falacia desarrollista que continúa vigente, y que debe ser suplantada por una visión capaz de incluir el reconocimiento del otro. Mientras tanto, seguimos inmersos en las justificaciones de la conquista, incluso entre nosotros los latinoamericanos -que como buenos colonizados continuamos encandilados con el fabuloso “ego europeo”-, y para eso muchos de nosotros echamos mano de los más variados argumentos para avalar de manera directa o indirecta el terrible espectro de la conquista. Hay quien aduce que los aztecas eran imperialistas y que practicaban sacrificios humanos. El cronista Bernal Díaz del Castillo dijo que el templo de Huitzilopochtli exhalaba un hedor insoportable, mil veces peor que el de los mataderos de Castilla. ¿De dónde sale semejante ansia negadora de nuestra propia identidad, no ya de indios, sino de mestizos latinoamericanos en el sentido más integral de la palabra? Surge de aquella negación, de aquel desprecio. Surge del concepto de alteridad, uno de los planteos más poderosos de la filosofía contemporánea. Para construir nuestra identidad apelamos a lo que admiramos (en este caso, la “mismidad” europea) y negamos, por contraste, a un “otro” que nos provoca rechazo y a quien no queremos parecernos. Esta actitud, que para los latinoamericanos es perniciosa y destructiva, comenzó con la conquista de América, cuando el ego dominador español -eurocentrista, intolerante, negador y violento- entendió que cualquier manifestación cultural divergente de la suya era primitiva, inacabada e inferior. Los latinoamericanos hemos heredado esa imagen brutal y estereotipada sobre nosotros mismos, y somos así nuestros principales detractores. Ya Rodó habló de “nordomanía” en referencia a la ciega admiración por Estados Unidos, y reclamó un pensamiento americano auténtico. Poco antes, en 1890, José Martí había exclamado: “Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación”. No venimos de Europa, sino de una amalgama indo-afro-ibero-americana, o de un mestizaje integral, como dirá Roberto Fernández Retamar.

A ese crisol se irá añadiendo, a lo largo de los siglos XIX y XX, un alud de inmigración proveniente de otros países de Europa y de Asia, lo que ha dado como resultado, en América, a un enorme “nosotros”, plural, caleidoscópico, rico en variadas expresiones étnicas y culturales, sin que se pierda de vista la referencia global; porque, como también dijo Martí: “…injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”, es decir que el cimiento de la identidad latinoamericana ha de constituirlo nuestra irrenunciable identidad (o amalgama de identidades), así como nuestra “otredad”, dotada de una peculiar e intransferible naturaleza. Hayan llegado primero  los egipcios, los chinos, los vikingos o las poblaciones originarias que hoy conocemos, los españoles fueron los últimos en poner un pie en el Nuevo Mundo con pretensiones de conquista.

Ser y estar en América no implica tolerancia -que se parece demasiado a la dádiva y que supone siempre a un referente superior a nosotros- sino un reconocimiento fundante que debe empezar por casa. Reconocer al otro que está en mí y al que no quiero ver en el espejo, es un asunto de urgente toma de conciencia, pero además de elemental justicia, de redistribución y de igualdad en la diferencia. Es, en palabras de Martí, “aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas”.

 

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